Sus escasísimos pobladores las llamaban ciudades viejas, en la que parecía una
clara oposición a las ciudades de
contención. El concepto resultaba, para algunos, etimológicamente
discutible. Los distritos de aislamiento no vendrían a ser nuevas urbes que se
pudieran enfrentar a las antiguas, pues básicamente estaban dedicados a un
único y concreto propósito; no desarrollaban vida ni sociedad alguna, más bien
la constreñían y la mantenían en suspensión. No se llevaba a cabo ninguna
actividad entre esos gigantescos y sellados bloques grises de hormigón, no
había más que silencio en sus calles. Y, aunque vistos a distancia podían
parecer el resultado final de la planificación urbana y definitiva, no eran más
que vías muertas. Los que mantenían estas posiciones preferían hablar de ciudades reales, con un evidente ánimo
reivindicativo. La ciudad, como gran conquista de la civilización humana, el
paso final del salvaje nómada al evolucionado sedentario, pervivía pese a todo.
Pese al intento institucional de desvestirlas de su esencia, de vaciarlas, de
convertirlas en mausoleos perpetuos de un tiempo peor, la ciudad pervivía. No
podía ser vieja. Era actual, real. Seguía siendo la única y verdadera ciudad
que podía retener ese nombre. Daban igual las patrullas, la represión, incluso
el desinfectante en aspersor. No se podía entender a la especie humana sin la
ciudad, y no se le podría arrebatar con ningún artificio. Siempre habría una
parte, una delegación permanente de la vida, ocupando el lugar que le
correspondía.
Sin embargo, y esto era una obviedad, el nombre de ciudad vieja había agarrado bien, y
mejor. No eran tiempos de reflexión, ni profunda ni ligera. Las
reivindicaciones iban por otros derroteros mucho más superficiales. El mermado
pueblo estaba a otras cosas, y era cierto que la libertad llevaba aparejada una
clara dispersión de las ideas. No se podía luchar contra eso, la corriente de
los tiempos, cuando los tiempos eran convulsos y extraños, rara vez podía
cambiarse. La ciudad vieja seguiría siendo así llamada mucho tiempo después de
que todo aquello terminara al fin, si es que alguna vez llegaba a terminar de
verdad. Era una derrota de la libertad, y del léxico. Dos pilares de la
Humanidad, puestos de rodillas ante tiempos imposibles.
La mujer, que había hecho como que escuchaba toda la
diatriba, reaccionó al silencio que al fin llegó asintiendo con la cabeza. Su
compañero no pudo culparla, tenía su atención puesta en otra cosa, quizá no más
interesante, pero al menos sí más actual. La mujer pasó la manga del abrigo por
el vidrio de la ventana, que se había empañado por el frío, e intentó
escudriñar al otro lado, sorteando la suciedad del cristal y sin apenas
disimulo. Una pequeña multitud de había congregado en una especie de patio
interior; una multitud de entonces, por supuesto, lo que implicaba que no había
más de quince personas allí. Otro concepto viciado con el que su compañero
podría haber disertado durante las próximas horas, pero que la mujer prefirió
obviar.
- Están pontificando otra vez – dijo.
- A propósito de esa palabra…
Ella alzó apenas la vista sobre el pañuelo blanco y
negro que le cubría parte del rostro, lo suficiente para dirigirle una mirada
de cierta severidad.
- No. Ya está bien por ahora, ya está bien de malditas
palabras.
El hombre rió entre dientes y, tras un breve vistazo a
través del cristal, se sentó en el suelo, contra la pared, encogiéndose bajo su
largo abrigo para intentar espantar el frío que recorría el viejo edificio.
La mujer pareció hacer un recuento rápido de los
reunidos abajo. Contó cabezas. Después hizo un ejercicio de memoria para
recordar la identidad de esas cabezas. Algunas le eran conocidas, para bien: no
eran conflictivos. Era improbable entonces que el resto de la parroquia lo
fuera. Sacó del interior del abrigo un gastado cuaderno y un bolígrafo.
- Trabajo de campo – murmuró su compañero.
Era la mejor forma de llamarlo, y ella se lo concedió
con el silencio. Apenas podía escucharles desde allí, pero podía hacer unas
primeras anotaciones. Número, actitud, distribución… Factores bastante
importantes y a tener en cuenta en aquel tipo de comunidades. El patrón
existía, pero siempre había pequeños detalles, matices…
- No es él, ¿no?
- No lo parece, desde aquí – respondió ella.
- Tendremos que acercarnos más.
- Sí... Espero que no se asusten.
- No llevamos unos grandes escudos con la palabra
“policía” en mayúsculas, creo que podremos estar seguros de que no les
importará que hagamos de libres oyentes.
Eso también era cierto. La nula sutileza de la
represión policial en el último año había evitado una paranoia mayor entre los
escasos pobladores de las ciudades viejas. Nada de policía secreta, ni grandes
operaciones de infiltración y espionaje. Porra, foco y ametralladora. Eso había
sido todo.
La mujer guardó el cuaderno y se echó la mochila al
hombro. El compañero interpretó bien el gesto, y se levantó con algo de
esfuerzo, y fastidio. Masculló algo que ella no entendió, y que además tampoco
quiso saber. Cuando hubieron recogido todo, tomaron una escalera especialmente
sucia con las baldosas desconchadas y rotas que crujían al pasar, pese a que
intentaron, con toda la cautela que pudieron, hacer el menor ruido posible. Era
una vieja costumbre de estado de excepción. Las redadas no tenían horas ni
fechas, y si bien es cierto que eran poco sutiles en su ejecución, con
frecuencia sí se tomaban la molestia de aparecer de la nada, especialmente en
los últimos meses, ya bien instruidos en las artes de la guerra callejera.
Porque daba la impresión de que para ellos era algo así, una guerra, una santa
cruzada por la salud pública y general. No se había vuelto a escuchar ni un
solo mensaje político desde que empezó oficialmente el confinamiento, ningún
furgón informativo había recorrido las calles con su megafonía desde que se cerró
la última puerta y se aisló al último infeliz. A partir de ahí, los que
quedaron fueran podían considerar que les había declarado enemigos públicos,
anticiudadanos, adversarios del Estado. Y se les había tratado como tal.
En ese escenario, el silencio había sido fundamental,
más para escuchar que para no ser escuchado. Si llegaba la apisonadora policía,
era importante ponerse a cubierto lo antes posible. Agachar la cabeza y esperar
a que acabara todo solía ser lo más sensato. Durante las primeras semanas habían
existido amagos de resistencia, primero, y abiertas y descarnadas luchas
callejeras, después. Pero ellos tenían las balas y la ametralladora. Poco
podían hacer adoquines, ladrillos y contenedores ardiendo contra vehículos
blindados.
Reflexionando sobre ello, por enésima vez, la mujer
llegó a la misma conclusión de siempre: todo se había ido de las manos
demasiado deprisa, y le era casi imposible encontrar una justificación. Las
imaginaba, de todos modos, cuando todo aquello terminara: “intentamos ir por
las buenas, primero dimos zanahoria y luego no nos quedó más remedio que usar
el garrote”. La civilización contra las cuerdas con la excusa de la falta de
obediencia.
Pero para eso estaba ella allí, entre otras cosas.
Cuando llegaron abajo pudieron escuchar las voces, con
total claridad. Voces, pero era una sola persona la que hablaba. La mujer y su
acompañante se apoyaron en el marco de lo que en otro momento fue una puerta;
ella volvió a sacar su cuaderno, manteniendo su dinámica silenciosa, discreta,
como si no quisiera asustar a aquella bandada de pajarillos silvestres. Un
hombre harapiento y desaliñado, flaco hasta los huesos pero con un vivo brillo
en la mirada, mantenía dignamente el equilibrio sobre una mesa mientras se
dirigía a un grupo que, no con mayor gusto por el aseo que aquel, atendía
sentado en el suelo. Hablaba y gesticulaba con una parsimonia que podía ser tan
contagiosa como irritante. El todos en
todos seguía su curso, esas cosas no podían evitarse. No valían los diques,
ni las contenciones. Una nueva era había llegado, y nadie podría impedirlo.
Como la corriente inmutable del tiempo, la época dorada del fin de los
individualismos y la…
- Me pregunto cuánto tiempo llevan diciendo lo mismo –
dijo el hombre, casi susurrando.
- El necesario – respondió ella, y sin apartar la
mirada continuó tomando algunas notas.
No lo dijo por decir. Él no lo notaba, pero había
cambios sutiles. La liturgia se estaba sofisticando, dentro de la ruina. La
diferencia de altura había aumentado. La voluntad pedagógica estaba dejando paso
poco a poco a una verdadera intención de culto, con reglas, dogmas y premisas, una
consecuencia humana inevitable a su juicio. Era cierto: los discursos, con
frecuencia, se repetían. Se estaban repitiendo estructuras, cuando antes había
existido una clara improvisación, fruto del entusiasmo que provoca creerse a
las puertas de un suceso humano irrepetible. Pero ahí estaba, precisamente, uno
de los factores más interesantes de toda la cuestión. Si se estaban cimentando pensamientos
complejos, ideas ya bien sedimentadas, el alcance del fenómeno crecía
exponencialmente. Y eso, al mismo tiempo, era el mayor problema. Toda esa gente,
pensaba la mujer, estaba atravesando un proceso de trastorno de personalidad
que se agravaba con la férrea creencia de que estaban a las puertas de la más
absoluta iluminación. La liberación final, continuó el predicador de harapos, para
goce de su mutable auditorio. Y la voz se le quebró varias veces al decirlo,
pero no por la inseguridad, ni por sentirse sobrecogido por la emoción de sus
palabras. El tono, el acento, cualquier mínimo detalle de esa voz hizo un
esfuerzo por cambiar, por ser otra. Y en verdad es otro, pensó la mujer. U
otra. Para los que absolutamente entregados escuchaban el discurso no había un
único orador sobre aquella mesa, sino una miríada, y fluía, se dejaba llevar en
la corriente, fijándose en ese momento presente y ese cuerpo durante unos pocos
minutos. Un cuerpo, continuó diciendo el predicador, que pronto nos será
prescindible, al que no nos queda más remedio que dar un uso de vasija, de
vehículo del todos en todos. Pero habrían de llegar tiempos, añadió, en los que
no será necesario, y se convertirá en un recurso caduco, una hoja seca y una
flor marchitada.
Cuatro, contó la mujer, anotando. Cuatro eran los que
habían disertado hasta el momento, pero se corrigió y tachó al momento. Cuatro
intentos, cuatro personalidades, identidades incompletas, indicios de la vida
de otro, mezclados y disueltos en un imposible caos mental.
A menudo se preguntaba si todo aquello acabaría
sirviendo para algo. Si no estaría regando con poca agua en el desierto. A
menudo suspiraba, agotada.
Se dio cuenta, en un rápido vistazo alrededor, de que
su compañero no estaba. Se inquietó durante un momento, pero tras ella había
una puerta entreabierta que antes había estado cerrada, y los que la conocían
sabían que prefería no ser interrumpida cuando cavilaba sobre según qué
asuntos. Dejó a los fieles reunidos con la intención de unirse pronto a ellos y
se dirigió a la puerta. Un sol helado de invierno caía con dudas y escasa
intención de calentar huesos y espíritus. Encontró a su compañero hablando con
otra mujer; unas últimas palabras, un toque cómplice en el hombro, y él se
acercó con una expresión torcida en el
rostro, mucho más que cuanto tenía que escuchar a los sacerdotes del nirvana
post-moderno.
Ella esperó pacientemente, hasta que le apremió con un
sutil movimiento de cejas y la cabeza apenas ladeada, pero a él parecía que le
estaba costando encontrar las palabras adecuadas. Finalmente se palpó el
mentón, miró vagamente a lo lejos, a una distancia indeterminada, y dijo lo que
sabía.
- Han visto a… alguien recorriendo los bloques de
confinamiento.
- ¿Nuestros?
- No.
- ¿Tecnófobos?
- Tampoco, más bien, según me dicen, parecían…
parecían funcionarios, Lidia.
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