viernes, 3 de abril de 2020

Totum Revolutum (4)


Sus escasísimos pobladores las llamaban ciudades viejas, en la que parecía una clara oposición a las ciudades de contención. El concepto resultaba, para algunos, etimológicamente discutible. Los distritos de aislamiento no vendrían a ser nuevas urbes que se pudieran enfrentar a las antiguas, pues básicamente estaban dedicados a un único y concreto propósito; no desarrollaban vida ni sociedad alguna, más bien la constreñían y la mantenían en suspensión. No se llevaba a cabo ninguna actividad entre esos gigantescos y sellados bloques grises de hormigón, no había más que silencio en sus calles. Y, aunque vistos a distancia podían parecer el resultado final de la planificación urbana y definitiva, no eran más que vías muertas. Los que mantenían estas posiciones preferían hablar de ciudades reales, con un evidente ánimo reivindicativo. La ciudad, como gran conquista de la civilización humana, el paso final del salvaje nómada al evolucionado sedentario, pervivía pese a todo. Pese al intento institucional de desvestirlas de su esencia, de vaciarlas, de convertirlas en mausoleos perpetuos de un tiempo peor, la ciudad pervivía. No podía ser vieja. Era actual, real. Seguía siendo la única y verdadera ciudad que podía retener ese nombre. Daban igual las patrullas, la represión, incluso el desinfectante en aspersor. No se podía entender a la especie humana sin la ciudad, y no se le podría arrebatar con ningún artificio. Siempre habría una parte, una delegación permanente de la vida, ocupando el lugar que le correspondía.

Sin embargo, y esto era una obviedad, el nombre de ciudad vieja había agarrado bien, y mejor. No eran tiempos de reflexión, ni profunda ni ligera. Las reivindicaciones iban por otros derroteros mucho más superficiales. El mermado pueblo estaba a otras cosas, y era cierto que la libertad llevaba aparejada una clara dispersión de las ideas. No se podía luchar contra eso, la corriente de los tiempos, cuando los tiempos eran convulsos y extraños, rara vez podía cambiarse. La ciudad vieja seguiría siendo así llamada mucho tiempo después de que todo aquello terminara al fin, si es que alguna vez llegaba a terminar de verdad. Era una derrota de la libertad, y del léxico. Dos pilares de la Humanidad, puestos de rodillas ante tiempos imposibles.

La mujer, que había hecho como que escuchaba toda la diatriba, reaccionó al silencio que al fin llegó asintiendo con la cabeza. Su compañero no pudo culparla, tenía su atención puesta en otra cosa, quizá no más interesante, pero al menos sí más actual. La mujer pasó la manga del abrigo por el vidrio de la ventana, que se había empañado por el frío, e intentó escudriñar al otro lado, sorteando la suciedad del cristal y sin apenas disimulo. Una pequeña multitud de había congregado en una especie de patio interior; una multitud de entonces, por supuesto, lo que implicaba que no había más de quince personas allí. Otro concepto viciado con el que su compañero podría haber disertado durante las próximas horas, pero que la mujer prefirió obviar.

- Están pontificando otra vez – dijo.

- A propósito de esa palabra…

Ella alzó apenas la vista sobre el pañuelo blanco y negro que le cubría parte del rostro, lo suficiente para dirigirle una mirada de cierta severidad.

- No. Ya está bien por ahora, ya está bien de malditas palabras.

El hombre rió entre dientes y, tras un breve vistazo a través del cristal, se sentó en el suelo, contra la pared, encogiéndose bajo su largo abrigo para intentar espantar el frío que recorría el viejo edificio.
La mujer pareció hacer un recuento rápido de los reunidos abajo. Contó cabezas. Después hizo un ejercicio de memoria para recordar la identidad de esas cabezas. Algunas le eran conocidas, para bien: no eran conflictivos. Era improbable entonces que el resto de la parroquia lo fuera. Sacó del interior del abrigo un gastado cuaderno y un bolígrafo.

- Trabajo de campo – murmuró su compañero.

Era la mejor forma de llamarlo, y ella se lo concedió con el silencio. Apenas podía escucharles desde allí, pero podía hacer unas primeras anotaciones. Número, actitud, distribución… Factores bastante importantes y a tener en cuenta en aquel tipo de comunidades. El patrón existía, pero siempre había pequeños detalles, matices…

- No es él, ¿no?

- No lo parece, desde aquí – respondió ella.

- Tendremos que acercarnos más.

- Sí... Espero que no se asusten.

- No llevamos unos grandes escudos con la palabra “policía” en mayúsculas, creo que podremos estar seguros de que no les importará que hagamos de libres oyentes.

Eso también era cierto. La nula sutileza de la represión policial en el último año había evitado una paranoia mayor entre los escasos pobladores de las ciudades viejas. Nada de policía secreta, ni grandes operaciones de infiltración y espionaje. Porra, foco y ametralladora. Eso había sido todo.
La mujer guardó el cuaderno y se echó la mochila al hombro. El compañero interpretó bien el gesto, y se levantó con algo de esfuerzo, y fastidio. Masculló algo que ella no entendió, y que además tampoco quiso saber. Cuando hubieron recogido todo, tomaron una escalera especialmente sucia con las baldosas desconchadas y rotas que crujían al pasar, pese a que intentaron, con toda la cautela que pudieron, hacer el menor ruido posible. Era una vieja costumbre de estado de excepción. Las redadas no tenían horas ni fechas, y si bien es cierto que eran poco sutiles en su ejecución, con frecuencia sí se tomaban la molestia de aparecer de la nada, especialmente en los últimos meses, ya bien instruidos en las artes de la guerra callejera. Porque daba la impresión de que para ellos era algo así, una guerra, una santa cruzada por la salud pública y general. No se había vuelto a escuchar ni un solo mensaje político desde que empezó oficialmente el confinamiento, ningún furgón informativo había recorrido las calles con su megafonía desde que se cerró la última puerta y se aisló al último infeliz. A partir de ahí, los que quedaron fueran podían considerar que les había declarado enemigos públicos, anticiudadanos, adversarios del Estado. Y se les había tratado como tal.

En ese escenario, el silencio había sido fundamental, más para escuchar que para no ser escuchado. Si llegaba la apisonadora policía, era importante ponerse a cubierto lo antes posible. Agachar la cabeza y esperar a que acabara todo solía ser lo más sensato. Durante las primeras semanas habían existido amagos de resistencia, primero, y abiertas y descarnadas luchas callejeras, después. Pero ellos tenían las balas y la ametralladora. Poco podían hacer adoquines, ladrillos y contenedores ardiendo contra vehículos blindados.

Reflexionando sobre ello, por enésima vez, la mujer llegó a la misma conclusión de siempre: todo se había ido de las manos demasiado deprisa, y le era casi imposible encontrar una justificación. Las imaginaba, de todos modos, cuando todo aquello terminara: “intentamos ir por las buenas, primero dimos zanahoria y luego no nos quedó más remedio que usar el garrote”. La civilización contra las cuerdas con la excusa de la falta de obediencia.

Pero para eso estaba ella allí, entre otras cosas.

Cuando llegaron abajo pudieron escuchar las voces, con total claridad. Voces, pero era una sola persona la que hablaba. La mujer y su acompañante se apoyaron en el marco de lo que en otro momento fue una puerta; ella volvió a sacar su cuaderno, manteniendo su dinámica silenciosa, discreta, como si no quisiera asustar a aquella bandada de pajarillos silvestres. Un hombre harapiento y desaliñado, flaco hasta los huesos pero con un vivo brillo en la mirada, mantenía dignamente el equilibrio sobre una mesa mientras se dirigía a un grupo que, no con mayor gusto por el aseo que aquel, atendía sentado en el suelo. Hablaba y gesticulaba con una parsimonia que podía ser tan contagiosa como irritante. El todos en todos seguía su curso, esas cosas no podían evitarse. No valían los diques, ni las contenciones. Una nueva era había llegado, y nadie podría impedirlo. Como la corriente inmutable del tiempo, la época dorada del fin de los individualismos y la…

- Me pregunto cuánto tiempo llevan diciendo lo mismo – dijo el hombre, casi susurrando.

- El necesario – respondió ella, y sin apartar la mirada continuó tomando algunas notas.

No lo dijo por decir. Él no lo notaba, pero había cambios sutiles. La liturgia se estaba sofisticando, dentro de la ruina. La diferencia de altura había aumentado. La voluntad pedagógica estaba dejando paso poco a poco a una verdadera intención de culto, con reglas, dogmas y premisas, una consecuencia humana inevitable a su juicio. Era cierto: los discursos, con frecuencia, se repetían. Se estaban repitiendo estructuras, cuando antes había existido una clara improvisación, fruto del entusiasmo que provoca creerse a las puertas de un suceso humano irrepetible. Pero ahí estaba, precisamente, uno de los factores más interesantes de toda la cuestión. Si se estaban cimentando pensamientos complejos, ideas ya bien sedimentadas, el alcance del fenómeno crecía exponencialmente. Y eso, al mismo tiempo, era el mayor problema. Toda esa gente, pensaba la mujer, estaba atravesando un proceso de trastorno de personalidad que se agravaba con la férrea creencia de que estaban a las puertas de la más absoluta iluminación. La liberación final, continuó el predicador de harapos, para goce de su mutable auditorio. Y la voz se le quebró varias veces al decirlo, pero no por la inseguridad, ni por sentirse sobrecogido por la emoción de sus palabras. El tono, el acento, cualquier mínimo detalle de esa voz hizo un esfuerzo por cambiar, por ser otra. Y en verdad es otro, pensó la mujer. U otra. Para los que absolutamente entregados escuchaban el discurso no había un único orador sobre aquella mesa, sino una miríada, y fluía, se dejaba llevar en la corriente, fijándose en ese momento presente y ese cuerpo durante unos pocos minutos. Un cuerpo, continuó diciendo el predicador, que pronto nos será prescindible, al que no nos queda más remedio que dar un uso de vasija, de vehículo del todos en todos. Pero habrían de llegar tiempos, añadió, en los que no será necesario, y se convertirá en un recurso caduco, una hoja seca y una flor marchitada.

Cuatro, contó la mujer, anotando. Cuatro eran los que habían disertado hasta el momento, pero se corrigió y tachó al momento. Cuatro intentos, cuatro personalidades, identidades incompletas, indicios de la vida de otro, mezclados y disueltos en un imposible caos mental.

A menudo se preguntaba si todo aquello acabaría sirviendo para algo. Si no estaría regando con poca agua en el desierto. A menudo suspiraba, agotada.

Se dio cuenta, en un rápido vistazo alrededor, de que su compañero no estaba. Se inquietó durante un momento, pero tras ella había una puerta entreabierta que antes había estado cerrada, y los que la conocían sabían que prefería no ser interrumpida cuando cavilaba sobre según qué asuntos. Dejó a los fieles reunidos con la intención de unirse pronto a ellos y se dirigió a la puerta. Un sol helado de invierno caía con dudas y escasa intención de calentar huesos y espíritus. Encontró a su compañero hablando con otra mujer; unas últimas palabras, un toque cómplice en el hombro, y él se acercó con  una expresión torcida en el rostro, mucho más que cuanto tenía que escuchar a los sacerdotes del nirvana post-moderno.

Ella esperó pacientemente, hasta que le apremió con un sutil movimiento de cejas y la cabeza apenas ladeada, pero a él parecía que le estaba costando encontrar las palabras adecuadas. Finalmente se palpó el mentón, miró vagamente a lo lejos, a una distancia indeterminada, y dijo lo que sabía.

- Han visto a… alguien recorriendo los bloques de confinamiento.

- ¿Nuestros?

- No.

- ¿Tecnófobos?

- Tampoco, más bien, según me dicen, parecían… parecían funcionarios, Lidia.

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