sábado, 28 de marzo de 2020

Totum Revolutum (III)


El ascensor era lento. Deliberadamente lento, dijo Víctor. Fue más una suposición que una certeza. Porque nadie, añadió, está realmente seguro de cómo ha funcionado nada. Y lo creyó deliberado Víctor por una mera cuestión práctica, un coto al escapismo. Es lo que él habría hecho, si se le hubiera encargado la tarea de atar de pies y manos a la nación. Y es que si alguien hubiera conseguido lo que se suponía imposible, forzar la puerta de su propio confinamiento, una vez saltadas todas las armas y activados todos los mecanismos de represión, utilizar ese lento artilugio para huir habría sido totalmente contraproducente. Pero sólo era eso, una suposición. También una manera de matar el tiempo. El aislamiento no había erradicado totalmente uno de los trámites más amargos e incómodos de la Historia humana: la reclusión compartida y obligada en un ascensor. Lidia sólo respondió una tímida mueca y una mirada apenas de reojo.

- Entiendo – dijo Víctor – que no ha sido una suposición especialmente interesante. Nunca lo he sido, en realidad.

- No, disculpe – Lidia negó con la cabeza -. Creo que tiene usted razón. Es que pensaba en otra cosa, sólo eso.

- ¿La pintada?

La pintada, y su mensaje. Lidia no había esperado otra cosa que un profesional y burocrático silencio al respecto, tanto por parte de su compañero como por ella misma, y así había sido. Ningún comentario, ninguna apreciación, pero en la soledad absoluta de su cabeza se habían gestado multitud de interrogantes. Todos los que no habían existido durante el confinamiento; las guías de cuarentena del Gobierno habían insistido con mucho énfasis en la necesidad de no elucubrar, no especular, no imaginar. Todo eso podía acabar destruyendo una mente solitaria y aislada. Y ella, más por el convencimiento de su propia seguridad que por una fe ciega en las virtudes de la obediencia, siempre quiso cumplir las normas, pero en ese momento, ante aquella visión, notando por fin el frío del invierno en las mejillas y por tanto una cierta tendencia a la liberación personal, elucubró, especuló e imaginó. Retuvo el trazo desgastado del mensaje, tanteó sobre la antigüedad del mismo, la aparente tranquilidad con la que alguien se lo había tomado. Una clarísima violación de las leyes de cuarentena, ante sus ojos, y ante el trabajo más importante de su vida.

- La pintada, sí.

Víctor ladeó despacio la cabeza a un lado y a otro, y aquello pareció ser todo. Muy contenido y profesional. Muy burócrata.

- ¿Alguna suposición al respecto? – preguntó Lidia.

- Hay una más clara que las otras, si entiende por dónde voy.

- Lo hicieron después del confinamiento.

Si podía quedarse con una certeza, Lidia elegiría esa. Un año no había sido ni remotamente suficiente para borrar de su memoria los últimos instantes de sociedad, y los primeros pasos al individualismo, pese a que, igualmente, todas las guías gubernamentales al respecto habían aconsejado olvidarlo y “pasar página”, un ejercicio de amnesia voluntaria y forzada como medida para evitar desagradables episodios de estrés post-traumático y males similares; pero ella, y suponía que también todos los demás, aún recordaba: largas filas de a uno, policía militarizada allí donde se pudiera dejar la vista. Armas y focos, mucho de ambos. Manos pegadas al cuerpo, vista al frente y cuerpo erguido, disparos al aire, la voz estridente de los megáfonos llamando al orden y a la paciencia. Nadie habría podido pintar nada entonces sin arriesgarse a las más sinceras atenciones de la autoridad vigilante.

- Parece lo más evidente – dijo Víctor.

- No me gusta lo que significa eso, sea más o menos evidente.

- Tampoco a mí. Si alguien hizo eso…

- O no todas las puertas se cerraron bien – continuó Lidia -, o no se aisló a todo el mundo.

- O quizá ambas. No sabría decirle. La información fue limitada en las semanas anteriores, no sé si lo recuerda. Incluso para nosotros. Hubo una gran problemática en las zonas más rurales, apartadas… Fuera de los núcleos urbanos, en fin, todo se complicó mucho.

La inspectora lo vio claro entonces, llegó a ella una oportuna clarividencia: su partenaire se movía bien entre eufemismos. Al contrario que ella, probablemente llevaba a sus espaldas una férrea vida al servicio del ciudadano y la administración. Un servidor leal y recto. “Se complicó”. Era la forma más cordial y ausente de conflicto de llamar a los arrestos, arrastres y otras escenas propias de la brutalidad policial. De nuevo llegaron a la cabeza de la inspectora los focos en la noche y los disparos al aire, o más abajo. Algunas sombras cayeron en forma de bultos. Y nadie pudo decir nada.

Se dio cuenta de que, efectivamente, no había superado completamente aquel día, y de que aquel condenado ascensor no llegaría nunca.

- Todo esto también es nuevo para mí.

Parecía que Víctor se excusaba por un reproche no verbalizado. Al fin y al cabo, cómo iban a saber ellos nada sobre algo. Lidia se quiso hacer ver comprensiva, pero en realidad intentaba ser prudente. ¿De qué conocía a este hombre? Hasta hacía unas pocas horas había sido un completo desconocido. Evidentemente no iba a dejarse llevar por una paranoia gratuita, aunque este incómodo efecto secundario ya se había anunciado como posible una vez se retomara el contacto con otros congéneres. Lo que a Lidia preocupaba, en realidad, era la posición que ostentara aquel hombre en la organización para la que ambos en ese momento trabajaban, a quién conocería, qué podría decir de ella, de qué podría hablar y de qué no. Y le preocupaba también no poder dejar de preguntarse por qué sentía que él era mucho más experimentado que ella. Por qué se estaba viendo como una especie de advenediza.

Probablemente nunca lo sabría, y en cierto sentido aquello la tranquilizó. Ya tendría que analizar demasiados perfiles durante las próximas horas.

- No se preocupe – respondió Lidia -. Tendremos que ir descubriéndolo. Juntos, usted y yo, hoy.
Víctor sonrió, aparentemente satisfecho con esta breve terapia de grupo.

- Es usted psiquiatra, ¿verdad, Lidia?

- Solía serlo, sí.

- ¿Ya no?

- Es relativo.

El inspector rió, lejos de la carcajada, pero aún así con indisimulada diversión.

- Creo que es justo la respuesta que esperaba.

- Hace un año que no veo a nadie – se justificó Lidia, aunque fuera a costa de lo que ella misma consideró una obviedad -. Imagino que volveré a serlo cuando abramos la primera puerta y haga la primera pregunta. Cuando tenga una primera conclusión, entonces, podré volver a considerármelo.

- ¿Usted estuvo en los primeros equipos de control?

Lidia asintió, pero con reservas. No participó de los primeros estudios clínicos, pero sí fue “llamada a filas” al poco tiempo de que todo trascendiera y se hiciera, más que público, evidente la magnitud del problema. No era funcionaria, ni se llegó a sentir como tal en ningún momento, pero se vio trabajando, y por momentos pensando, como una. Una llamada brevísima, un par de reuniones con directores generales de tal y subsecretarias de cual y, antes de poder caer en la cuenta, estuvo involucrada en primera línea en lo que la política, con la pomposidad habitual que con motivo se le atribuye, llamó “la mayor batalla de nuestra sociedad”.

- Pude trabajar los primeros casos del país – continuó explicando -, antes de que los números empezaran a escaparse de todo control posible que nosotros pudiéramos aplicar.

- ¿Fue cuando le pusieron aquel nombre? Tan aséptico. Tan literal.

- “Trastorno de multi-identidad inducida” – apuntó Lidia -. O “Wattenberg-Kelsen”. Los americanos ya lo habían bautizado unas semanas antes.

Y lo cierto es que les pareció bien, continuó. Era, a grandes rasgos, de lo que trataba todo. De la memoria tampoco se le terminaría de ir nunca el instante en el que recibió de un colega de Boston el – por aquel entonces – interesante caso de un hombre que afirmaba ser otros. Esto, en principio, no suponía el descubrimiento de la pólvora; la historia clínica de la psiquiatría estaba escrita sobre disociaciones de personalidad. Pero algunos elementos de ese caso en concreto resultaron lo suficientemente llamativos a los primeros terapeutas que lo trataron.

- Dejó de ser tan interesante y tan llamativo cuando empezó a extenderse – apuntó Víctor.

- Estoy de acuerdo. Nunca le he visto un interés morboso a mi trabajo, más allá de lo estrictamente profesional.

- ¿Lo infravaloró?

- Creo que todos lo hicimos – confesó ella -. Vivir sobre las vanidades puede hacer que acabes en la hoguera.

- Nos quemamos.

- Como cerillas. Pero ya poco se podía hacer. No creo que fuera previsible. No a ese nivel – enseguida Lidia tuvo la necesidad de excusarse -. No intento eludir ninguna responsabilidad…

- No me lo ha parecido. Lleva usted razón. Creo que alguien llegó a llamar a esto una “enfermedad gregaria”. No me podría parecer un término más acertado, ¿no le parece?

- Nunca lo he pensado en aciertos o fracasos, si le soy sincera. Pero si quiere mi opinión profesional…

- La quiero.

El concepto de gregarismo aquí está muy diluido, sentenció Lidia. De hecho, diría que es erróneo. Creo que en condiciones gregarias usuales esto jamás habría ocurrido, pero no vivíamos en ellas. La exposición, y no la usual vida en sociedad, fue la que nos llevo a esto. En todo caso, en cierto modo entiendo lo que hay tras esa denominación, y no me parece lo peor que se ha dicho. Algún gurú fue incluso un poco más lejos. Afirmó que habíamos llegado al “todos en todos”, a la existencia plena, al fin del sufrimiento por la individualidad.

- Un “Nirvana hoy” – aclaró Lidia, con más indolencia que sorna -. Y, en general, una verdadera estupidez.

- Y fue tratada como tal – apuntilló Víctor.

La recién y puntual frialdad en su compañero desconcertó durante un segundo a Lidia. Recordó esos “tratamientos”, también con más viveza de la que se habría creído capaz. Los grandes males siempre fueron acompañados de grandes exaltaciones: le vinieron a la memoria grandes multitudes clamando el advenimiento de una nueva era, un nuevo estadio en la evolución, el fin de todo el sufrimiento y la “empatía suprema”. Se formaron comunas, y en ellas se aceptaron con total naturalidad estas “personalidades prisma”, como se llegaron a llamar. Voces de importancia empezaron a alzarse manifestando no ser nadie, y ser todos a la vez. Estas muestras de fervor despertaron en un inicio algunas simpatías ciertamente condescendientes, incluso entre autoridades, que las vieron desde arriba con una ligera indiferencia; mejor eso que la histeria, se llegó a decir. Pero cuando ese fervor se empezó a tornar histérico, y cuando se dieron las primeras  y más inflamadas proclamas llamando a la resistencia contra las medidas gubernamentales, la simpatía se disipó. Hubo ametralladoras, pensó Lidia, forzándose a no decirlo en voz alta, y se tiñó de bermellón todo ese aire pacifista y new age con el que algunos habían intentado hacer más llevadera la crisis. Al decretar confinamiento y aislamiento no se mencionó al Nirvana. De un modo u otro, la palabra quedó oficiosamente proscrita para la posteridad.

Los tecnófobos, por su parte, entraron en una suerte de cruzada iconoclasta. Más agresivos, más vindicadores. Inmunes, llegaron a llamarse, haciendo suyo una especie de lenguaje vírico que caló muy bien. Tecnófobos asaltando tiendas de electrónica, quebrando pantallas con trozos de calzada, llamando al apagado general.

Lidia se preguntó qué habría sido de todos ellos, y habría escarbado aún más en la memoria de días truculentos y convulsos, los últimos de libertad, pero el ascensor se detuvo con sonido metálico especialmente crudo al llegar a la última planta del bloque. Las puertas se abrieron a ambos lados con poca ceremonia. Y aún menos pompa aguardaba en el pasillo que se extendía ante ellos. Una decoración de gris cemento que, con buen criterio, nadie se había molestado en decorar. Ninguna ventana ofrecía la esperanza de un breve vistazo al exterior. Aquellos eran bloques de confinamiento, edificios construidos con el único propósito de aislar, tumbas insonorizadas para pequeños faraones de aquel siglo. En aquel momento, ambos inspectores ya debían estar bien prevenidos contra el ascetismo impuesto de este nuevo mundo. Ya debieron entender que no podrían encontrar otra cosa. Pero, aún así, Lidia no pudo evitar sentirse sobrecogida al pensar que, detrás de cada robusta y maciza puerta sin pomo ni manillar habría una vida, deseando su aprobación para salir de allí, al fin.

- De acuerdo – dijo Víctor, en voz baja, como si temiera ser escuchado por los inquilinos, aunque fuera imposible -. Organicémonos, si le parece. Tenemos asignados todos los números de esta planta. Sugiero seguir un estricto orden numérico.

- No tenemos datos detallados de cada situación individual actualizados – había algunas notas de reproche en la simple información -. Apenas pinceladas. No podemos discriminar, en ningún sentido. Estoy de acuerdo con usted, Víctor. Hagámoslo así.

- Los protocolos están claros.

- Muy claros.

- Excelente. Vamos.

Ambos inspectores se dirigieron con paso pretendidamente firme a la puerta número uno, como todas las demás una verdadera lápida gris solamente decorada con un pequeño lector. Al tiempo, sacaron sus tarjetas, imprescindibles ambas para abrir, por vez primera en un año, aquella prisión individualizada. Otro mundo posible existía al otro lado. Un breve universo paralelo a punto de quebrarse. La nada o el todo. La negación humana suprema, pensaron ambos inspectores, con diferentes palabras y por diferentes vías.

La idea les dejó sumidos en unos minutos de silencio. Entendieron que ya apenas importaban, que probablemente nunca fueran a ser reclamados. El tiempo se había vuelto más elástico que nunca.

martes, 24 de marzo de 2020

Totum Revolutum (II)


Lo primero que hizo la inspectora al poner pie en la calle por primera vez en un año fue respirar aire limpio.

Así se convenció de que había merecido la pena no perder la cabeza.

Amanecía en enero, así que además era aire frío. Todo eso fue muy agradecido a nivel sensitivo. La inspectora se tomó su tiempo en el sencillo ritual, consistente solo en respirar, y nada más. Era un capricho prometido a cambio de paciencia y honestidad: respirar, al fin, aire real, sin que antes hubiera pasado por filtros ni conductos estructurales de ventilación. Y, aunque la inspectora era muy consciente de la intensa jornada de trabajo que le esperaba a lo largo y ancho de toda una ciudad enclaustrada, no quiso dar ni un paso en el exterior sin apropiarse durante unos segundos de un poco de aire antes que los demás. Era una privilegiada, por una cuestión de minutos y horas, y lo sabía. Muchos habrían hecho cualquier cosa por la acreditación que ella guardaba en el abrigo, pegada al costado, cerca del corazón. Habrían matado, o se habrían sacado los ojos, por tener en sus manos, aunque solo fuera durante unos minutos, el documento que la autorizaba a abandonar provisionalmente la cuarentena. La inspectora, no obstante, era muy consciente de que todo privilegio conllevaba una responsabilidad, especialmente cuando ese privilegio recaía sobre una materia tan sensible. La responsabilidad de la inspectora era apremiante, muy urgente, pero no podría llevarla correctamente a cabo si no hacía suyo durante unos minutos el aire gélido de la libertad. Y lo hizo inmóvil, con la barbilla temblando, conmovida por la simplicidad del albedrío y aterida, encogida de frío, natural e inevitable, opuesto a aquel artificial y pretendido que pudo escogerse en los apartamentos, y del que había perdido la costumbre. Benditos pinchazos en la piel tensa. Bendito cielo negro apenas desgarrado por claros tímidos, amenazando con lluvia todo él; sería muy bendita, también, la lluvia sobre el rostro. Disfrutó calladamente de algunas memorias muy propias y muy queridas que había recuperado en el confinamiento y que ahora volvían a ella: una niña corriendo entre la hierba mojada, las rodillas mojadas en un río, la brisa matutina y gélida antes de lanzarse en persecución del primer tren de la mañana. Aguardó allí unos minutos, dejándose mirar por las cámaras de vigilancia de la calle, con la esperanza de que empezara a llover en cualquier momento. Ella apenas haría nada para resguardarse. Había tentado a la suerte dejando el paraguas en el apartamento, pero aquello ya habría sido un privilegio excesivo. Se conformó con el aire helado raspándole la garganta.

Responsabilidades. Las lentes de las cámaras, fijas en ella, acudieron a recordárselas. Luego de que el esparcimiento personal dejara sitio en su mente al trabajo, y de que después se replegara ordenadamente hasta un momento más propicio, la inspectora buscó la acreditación y la mostró, brazo en alto, a varias cámaras. La estaban esperando, imaginó, porque se acercaba la hora prevista y acordada, pero quería evitar malentendidos y riesgos. Como confirmación, las cámaras giraron lentamente y apuntaron a otros puntos sensibles, volviendo a la silenciosa y permanente vigilancia que habían llevado a cabo durante el último año, minuto a minuto, tutelando el cumplimiento de la cuarentena.

La inspectora volvió a comprobar entonces el bolso. Hizo recuento de todos los útiles necesarios para las muchas pruebas que tenía por delante aquella mañana. Todo estaba allí, en orden, aunque quiso pensar que, de haber olvidado algo, no habría vuelto a buscarlo al apartamento. No volvería allí en días, en semanas. Tal vez no volvería nunca, y cuando acabara su trabajo se perdería, empezaría a andar sin ningún rumbo y se perdería durante años, hasta sentir de nuevo la necesidad de un enclave.
Eso eran planes, y durante mucho tiempo no había podido hacerlos. Tampoco había querido. Soñar, añorar, desear en general, se desaconsejó activamente por la autoridad de cuarentena en los prolegómenos del encierro. La inspectora, que empezaba a temer que muchos y muchas no hubieran seguido con firmeza aquella indicación, también había perdido la costumbre de eso, y sus anhelos eran generales y difíciles de concretar. Durante los últimos meses no había tenido más horizonte real que la pared del apartamento, y la ventana falsa incrustada en ella. Ahora, de repente, en aquella mañana gris y fría de enero, la inspectora tenía ante ella toda una calle, desierta y estrecha (pero ancha, a la vez, para lo que habían sido sus estándares), que además terminaba en dos quiebros. Izquierda y derecha. Se aferró a la correa del bolso y movió las puntas de los pies como una niña pequeña que no se decide a coger el caramelo, porque intuye que hay trampa y mucho cartón.
Pero en esa calle, salvo ella y las cámaras, no había nada. Y eso estaba bien, porque de otro modo su efímero privilegio no habría tenido ningún valor, y su consuelo durante las interminables jornadas de confinamiento habría sido estéril y absurdo. Responsabilidades, se dijo entonces la inspectora, que comprobó su discreto reloj de pulsera. Empezó a caminar, rodeada de bloques de hormigón, metal y un centenar más de otros tantos materiales destinados a confinar a la ciudadanía en compactas y silenciosas unidades de Humanidad. Verdaderos sarcófagos de sesenta plantas a punto de abrirse. Bloques idénticos y anodinos, absolutamente sellados y desprovistos de cualquier seña que indicara vida en su interior; pero había que reconocer que eran funcionales. Lo habían demostrado a lo largo del interminable año de cuarentena, y ese fue el propósito inicial de sus creadores. Contener allí a la enfermedad hasta que hiciera efecto la cura y al fin todos, al unísono, pudieran llamarse de nuevo individuos.  

Pero no todos iban a superar la cuarentena. La inspectora, que había intentado no meditar en exceso sobre la parte más amarga de su labor, no tuvo más remedio que traerla de nuevo a colación cuando la imaginación le susurró al oído que al otro lado de las paredes grises de los bloques había aún personas que, habiéndose anunciado con suficiente antelación el final de la cuarentena, esperaban ansiosos una liberación.

Luego de haber avanzado unos pocos metros, como si la vida entera se le estuviera desentumeciendo, el instinto más urbanita, soterrado tras años en el claustro, sugirió que tendría que coger su coche para desplazarse hasta el punto de encuentro. Con la mínima reflexión le pareció una idea ridícula, pero al menos le sirvió para reparar, por vez primera de forma consciente, en las ordenadas hileras de vehículos detenidos junto a las aceras, dejados allí en el preludio de la cuarentena; muchos incluso antes, cuando sus propietarios olvidaron que los tuvieron, o creyeron que les pertenecían los coches de otros.

Ella una vez tuvo su propio coche, pero había olvidado cuál, concretamente, aunque estaba segura de que tenía que estar allí, donde lo dejó minutos antes del inicio del encierro. Creyó en un primer momento que podría ser cualquiera de aquellos, y eso la llenó de una gran inquietud en la que no quiso profundizar. Decidió seguir andando, obviando de vista y pensamiento todos esos pedazos de chatarra y de pasado. Pero no pudo dejar de preguntarse hasta pasado un tiempo si alguien acudiría a reclamarlos.

La inspectora torció la primera esquina y desde ahí sintió que el mundo había cambiado para siempre. Siguió de memoria unos caminos que había olvidado, y que unas horas antes le habían sido suministrados junto al resto de directrices. Una corriente de aire frío a su espalda la animó a caminar más deprisa. El mismo mundo, tal vez harto de encontrarse despoblado y poco explotado, la empujaba también.

Cada calle era idéntica a la anterior, merced de lo innecesarias que los diseñadores de los gigantescos distritos de contención y aislamiento habían creído, y con razón, a la estética y la floritura (no sin cierta ironía, si se consideraba el objetivo final pretendido). Al fin y al cabo, según se había programado todo, nadie en el exterior los iba a admirar, salvo quizá algunos mininos callejeros con un nulo sentido artístico o arquitectónico.

Aún así, la inspectora, por una extraña empatía que no había previsto, quiso distinguir en cada avenida un universo distinto y personal oculto tras los muros mudos. De nuevo la imaginación le animaba a darle una oportunidad a las individualidades. Una veta de optimismo, como el aire frío de enero antes, la empujaba también a caminar más deprisa. El sonido seco de sus zapatos rebotó infinitas veces entre las paredes grises y los chasis de pintura desconchada de los vehículos. Durante un tiempo que la inspectora no quiso concretar eso fue todo. A veces algún furtivo claro de luz parecía servirle de foco, anunciando su presencia a un auditorio de lentes cristalinas y cabezas metálicas giratorias, pero volvía a ser engullido rápidamente por el cielo ennegrecido y el día volvía a ser una vez más deliciosamente apagado y oscuro.

Durante un tiempo elástico y de rumbo mecánico eso fue todo.

Se había acostumbrado a la soledad en su nueva variante abierta y urbana, y además bastante bien, con un ligero regusto placentero por el eco de su calzado y el sonido del aire frío entre los bloques de edificios. Tal vez el proceso de individualización había resultado excesivo, pensó no sin cierto temor, radical, y se había convertido en una asocial. Porque había añorado el exterior, el aire limpio y natural, el frío cortando los labios, la lluvia en la cara; pero apenas había pensado en compañía alguna, y dudó sobre si realmente la deseaba. La duda, aún así, era irrelevante. No tenía sentido, porque en cualquier caso se le iba a imponer, la deseara o no. A fin de garantizar la veracidad y exactitud de los resultados, la inspección se llevaría a cambo por parejas, y la otra mitad de aquella responsabilidad surgió cuando ella pasó una última esquina y llegó al punto de encuentro, una de las pequeñas plazas rectangulares que servían de nudos para distritos de contención. Él ya estaba allí, probablemente porque se retrasó menos que ella disfrutando de las virtudes meteorológicas y del sonido que rebotaba contra el hormigón. La inspectora aguardó al límite de la plaza, rozando la calzada con las puntas de los zapatos. Como esperando permiso para entrar a una casa ajena. Civismo y urbanidad que regresaban también, aunque distorsionados y con poco fundamento, después de meses en desuso por innecesarios.

Ambos eran, para el otro, las primeras personas que veían en un año. Las pautas oficiales para los inspectores habían recomendado reducir al máximo las muestras de euforia o emoción, y ambos las siguieron al pie de la letra. No solo por convicción, sino también por pura indecisión y claras trazas de desconocimiento.

- ¿Lidia?

Lidia, retuvo la inspectora, atrapando el nombre al vuelo antes de que también chocara contra los muros de los edificios. Lidia. Solo una autómata la había llamado así en los últimos años (“Buenos días, Lidia”. “Buenas noches, Lidia”. “¿Qué canal te apetece sintonizar, Lidia?”. “¿Sol, lluvia, nieve? ¿Qué prefieres hoy, Lidia?”). Claramente insuficiente para convencerse de nada; de hecho, la había silenciado durante los últimos meses, harta de una voz desapasionada e impersonal, que se refería en idénticos términos y con igual cortesía programada a miles de millones de personas. Una voz indudablemente humana, no obstante, obró pequeños y rápidos milagros. Alguien la estaba llamando. Y, con el corazón acelerado, se sintió aludida. Su propia pregunta se deslizó entre sus labios mezclada con un breve jadeo apenas perceptible.

- ¿Víctor?

Asintió rápidamente, como si no quisiera hacerla esperar a ella, y mucho menos a las cámaras, que observaban fijamente las presentaciones. La inspectora le encontró tal y como había imaginado; y considerando su atrofiada imaginación, aquello no podía ser halagador. Un hombre, y nada más, habría dicho ella si le hubieran preguntado. Un burócrata, técnico público sin más aspiración. Gris, en un mundo de grises. Apagado, como ella misma estaría ante los ojos de él. Parecía más joven que ella, pero no sabría situarle con exactitud en el final de la treintena o el inicio de los cuarenta. Vestía con la sobriedad que requería la situación, acorde a los modos anteriores al aislamiento, lo que incluía una discreta corbata color ceniza, a juego con el resto del traje. Pensó la inspectora que, en cierto modo, venía a representar el regreso de los antiguos usos. Aquel hombre tan corriente representaba, como ella misma, la posibilidad de un nuevo punto de partida. Y éste estaba resultando tan anodino y con tan poca fanfarria como se podía esperar.

Hicieron a medias el camino común hasta el encuentro, mostraron sus respectivas acreditaciones y se estrecharon la mano, procurando abreviar el contacto.

- Lamento el retraso – se excusó ella -. Creo que todo me vino un poco grande.

- No se preocupe. Me ocurrió lo mismo. Pero no me pude quedar quieto.

- Sí. Creí que me perdería hasta llegar aquí.

- ¿Demasiada abstracción?

- No se la imagina – luego Lidia tuvo la incómoda sensación de que él estaba siendo condescendiente -. Pero no se preocupe. Estoy centrada. Tenemos trabajo.

- Así es, Verónica.

Frunció el ceño, pero el desconcierto le nubló durante un segundo el por qué. Recordó la placa sin creerlo necesario.

- Lidia. Me llamo Lidia.

- Sí. Lo sé. Estaba probando.

- Agradecería que no lo hiciera, en adelante. He pasado todo este año preparándome, como usted. No tengo necesidad de que me examine ahora.

- Discúlpeme, entonces. Solo quería asegurarme. La jornada será larga, y tediosa. Veremos muchas cosas y hablaremos con mucha gente. Es importante saber dónde estamos.

- Podría decir lo mismo. ¿Lo sabe usted?

- Perfectamente.

- Entonces este año ha servido de algo.

Silencio, después, uno mucho más incómodo que el frío pinchando las mejillas. Lidia se volvía a reconocer cada vez más asocial, yendo más lejos de la simple intuición. Imaginó que sería imposible trabajar sola, que no se lo permitirían. Imaginó, aunque fugazmente, que no se estaría mal dentro del apartamento, de nuevo.

- No nos demoremos – añadió, para espantar estas ideas.

Víctor estuvo de acuerdo, asintiendo con la cabeza. Su mirada ya se había desviado a un edificio cercano, un bloque de confinamiento, otro de tantos mausoleos macilentos. Los dos inspectores caminaron hacia su entrada a la par, manteniendo la distancia y el silencio. Como todo el resto de la construcción, la entrada carecía de cualquier encanto, adorno y floritura; una funcionalidad extrema, lineal y angulosa dejaba claro que el propósito inicial había sido el de servir para entrar y salir una única vez.

Ambos se detuvieron para examinar el número del bloque, cuya placa identificativa era igual de llana que todo lo demás. No obstante, alguien se había molestado, quién podría saber quién, quién podría saber cuándo, en decorarla y glosarla; una nota al pie con un escueto mensaje, que los inspectores observaron en el mismo silencio absoluto que al parecer ya habían pactado. Pintura, pensaron. Trazo feo, rápido. El artista, sin duda, quiso ser deliberadamente llamativo.

“Yo sí sé cómo me llamo. Yo sí sé quién soy”.

sábado, 21 de marzo de 2020

Totum Revolutum (I)



Fue hasta el espejo y dijo:
- Me llamo Casandra.
Se nombró con decisión y firmeza, porque estaba segura de llamarse así. No le cabía ninguna duda, no podía llamarse de otro modo. Quizá en otro tiempo no tan lejano, en uno de mucha más confusión y mixtura, cuando cualquiera podía ser cualquier otro. Pero eso había quedado atrás. No podía ser nadie más que ella. Otra cosa, otra posibilidad, sería sin duda absurda. Haría estéril la cura. Solamente era ella la que aparecía en el espejo. Para terminar de convencerse, aunque se había convencido de no necesitarlo, lo repitió:
- Mi nombre es Casandra.
Sí. Ese era su nombre. Ella era Casandra. Sin poder contenerlas, precedidas de un también independiente y casi rebelde temblor de labios (aunque dulce rebelión, por otro lado), asomaron al fin las primeras lágrimas de pura felicidad. Esas mismas lágrimas arrastraban memorias, memorias de ella misma, de Casandra, vivencias propias e imágenes personales, intimísimas. La infancia, el amor, los quebrantos de la razón y del corazón. Dónde estuvo, con quién, qué vio, qué deseó ver y dónde quiso estar. A quién deseó. Cuándos, enternecedores cuándos. Todo aquello que le pertenecía, al fin, aislado de todo lo demás. De todos los demás. Lo que la convertía en persona separada y no en un aborrecible ser siamés. Y tras secarse las lágrimas que le anegaron las mejillas dijo, sin apartar la mirada firme y serena del espejo:
- Soy Elvira.
Entonces apareció otro rostro en el espejo, el de Elvira, y llegó el grito mudo. La mandíbula desencajada amagó con escindirse, y las manos súbitamente sudorosas resbalaron del respaldo de la silla al que antes nerviosamente se asían. Luego las rodillas temblaron, y en adelante no pudieron sostenerla. Horrorizada, se echó al suelo, dejándose hacer por la gravedad, el inmovilismo y el terror, perdiéndose de vista. Como si huyera (y huía, por supuesto, pero no podía saber exactamente de qué, o mejor dicho de quiénes, aunque lo intuía), retrocedió torpemente hasta una esquina de la habitación, buscando salida y parapeto. Mantuvo la cabeza gacha, los ojos cerrados y el cuerpo encogido y replegado. Allí permaneció agazapada, dejando pasar el tiempo, por si hubiera suerte y ese mismo tiempo se olvidara de ella. En realidad su única y última esperanza era esa, ser olvidada. Si no podía mirar a los espejos, los espejos tampoco podrían verla a ella. Los espejos de las paredes, los del suelo, los espejos del techo. También los espejos quebrados a golpes, algunos manchados de sangre seca. Todos esos espejos puestos allí años atrás para decirle quién era en realidad, que ella entonces temía y repudiaba sin saber bien por qué. Estaba muy asustada y, peor aún, muy desmoralizada. En realidad, pensó, podría ser muy sencillo. Solo tendría que abrir los ojos, deslizarse no más de cuatro o cinco metros y alcanzar la placa identificativa. Eso lo terminaría todo. No sería esa, ni ese, ni aquel. Jamás habría hecho esquí en el Pirineo, ni se habría fotografiado con una familia ajena en un Oktoberfest bávaro. No añoraría mascotas que nunca tuvo, ni recordaría besos y abrazos que jamás le dieron. Sería tan sencillo como arrastrarse hasta la placa, apenas alzarse, y mirarla. La placa le diría todo. Su nombre, sus apellidos, su edad, dónde había nacido, quién fue su padre y quién fue su madre. Sus hermanos y hermanas, si los hubo. La placa le diría todo lo necesario. Y ella creería todo lo que dijera la placa, porque siempre decía la verdad. Era la última confidente. La única amiga. La placa identificativa. Eso dijo siempre la publicidad.
“Es lo que eres”.
Entonces pensó, ¿cuántas veces había mirado la placa en el último año? O, mejor dicho, ¿cuántas veces había vuelto a ser otras personas, y entonces la había necesitado, aferrándose a ella como única forma de conservar la razón?
Y (o “pero”), ¿de qué había servido? La espinosa concatenación de interrogantes llevó a uno último, amargo y descorazonador. ¿Acaso le había fallado la placa?
De la flaqueza sacó la fuerza necesaria para abrir los ojos y ver. Sobre la puerta sellada del apartamento el reloj no dejaba de correr y contar, señal de que el tiempo no se había olvidado de sus responsabilidades. Tampoco las olvidarían otros tantos. La cuarentena terminaría dentro de unas pocas horas. Aún no estaba lista. Aún era cualquier otra persona. No era nadie. Era todos.
Los espejos devolvían una cara diferente tras cada parpadeo.
Tembló.