viernes, 12 de julio de 2013

Mil pesetas

Todos los domingos la familia iba a visitar al pueblo al solitario abuelo, que normalmente agradecía poco las atenciones y trataba de recluirse lejos, donde solo contaran el vino y él. Aún así, el abuelo siempre llamaba a su lado a su nieto Damián y, tras una escueta charla sobre los valores de la vida y la necesidad de la hombría en los tiempos que le tocaban vivir, le daba un billete de mil pesetas como premio a sus talentos, que para el abuelo eran muchos.
«Nunca le digas nada de esto a tus hermanos, hijo mío, porque son mediocres, son torpes y no quiero que cojan ni un duro de mi dinero. No lo merecen ni una miseria de lo que lo mereces tú. No son ni de lejos como tú. ¿Me entiendes, hijo?».
«Entiendo, abuelo».
Damián entendía perfectamente, como siempre, y jamás se le habría ocurrido contradecir al abuelo. Por eso nunca le dijo que realmente no tenía hermanos ni los había tenido nunca, pero que se había encargado de reclutar entre la juventud local a tres chiquillos que leían y sumaban bastante peor que él. Tras cada visita y ritual de ganancias, Damián los reunía lejos de la pobre mirada del abuelo y de su aún más castigado oído, y repartía entre ellos trescientas pesetas por las que nadie hacía ni una pregunta.
«Seguid pareciendo estúpidos», decía Damián. «Pronto llegará a darme trescientas más».

viernes, 5 de julio de 2013

Insumisos

Márquez tenía un cariño especial y sobrio por los escaparates, un respeto reverencial. Recordó en voz alta y con clara intención moralizante cómo pasaba de cristal a cristal cada navidad, dejándose llevar por la luz y el sonido. Cómo los ojos se le llenaban de artificio y pomposidad festiva. Aquella pared transparente separaba dos mundos bien distintos, pero lo anhelado siempre solía estar en el otro lado y era una frontera que casi nunca podía cruzarse. Aún así, Márquez comentó todo esto con la emoción contenida que se da a un ambiguo recuerdo infantil. Y lo dijo porque, mientras bebíamos cerveza sentados en el clásico tejado de pizarra de una casa que no nos pertenecía, unos chavales la tomaron a pedradas con los escaparates de algunos comercios de la calle, hasta que los hicieron saltar en pequeños pedazos. Márquez se sintió terriblemente violento, pero resignado, y se limitó a comentar que ya no se respetaba nada, y que eso era mucho peor que no respetar a nadie.
Sonaron las alarmas de algunos locales, pero solo la hojarasca y el aire frío fueron a atenderlas. Los chiquillos salieron de entre los cristales rotos cargando todo lo que podían abarcar sus brazos, desde televisores a cajas de zapatos. No muy lejos, aún cerca de nuestra vista y de nuestros oídos, la ciudad se dejaba quemar por todos sus costados. Pensé que era como una adolescente incauta que va a al cine de verano sin una amiga o un aguerrido escudero: cada cual tomaba su parte. El miedo finalmente había desaparecido, y las personas eran libres. Más libres de lo que nunca habían sido, y de lo que jamás había sido razonable ser. Nosotros lo vimos todo, indecisos como antiguos electores perezosos: vimos volcar los coches patrulla, derribar señales de tráfico, ocupar en masa sucursales bancarias, alzar corbatas y chaquetas como estandartes, renegar de cualquier propiedad, incluida la propia. Vimos a un mundo dejándose y quemando su último cartucho, porque ya no quedaba ninguna autoridad por obedecer, y porque era improbable que fuera a alzarse alguna mientras quedara alguna norma por quebrantar.

Las tejas crujían a nuestros pies, como una amenaza, pero no nos importó. Recordamos ambos en silencio cómo empezó todo. Recordamos a aquellos pioneros que, hacía meses – que se habían alargado como años -, se negaron a volver a pagar peajes en las autopistas…