viernes, 24 de abril de 2020

Totum Revolutum (6)


A la pregunta de si recordaba dónde había pasado sus últimas vacaciones, respondió con escaso titubeo que en Roma. Nunca había estado en las Seychelles, pero fue capaz de dar detalles bastante precisos de su estancia en la capital italiana. Reiteró que de las Seychelles ni tan siquiera conocía la ubicación exacta, y que el nombre le resultaba apenas familiar por la boda de algún futbolista. De Roma, en cambio… La verdad es que quería volver a Roma, confesó, y en ese momento algo que debió ser melancolía le tiró de la mirada hacia arriba, provocándole también un breve suspiro.

Lidia, que había estado hurgando en las memorias – reales o prestadas - de aquella persona, hizo una anotación silenciosa. Fútbol. Había una coincidencia con la conciencia originaria. No era nada concluyente, pero era un buen primer indicio. Aún así, la inspectora no quiso permitirse ningún mínimo gesto de aprobación. El procedimiento tenía que ser aséptico. Cualquier indicio podría contaminar las respuestas del ciudadano y, por tanto, el resultado final.

Tras ella, Víctor aguardaba, de pie y con los brazos cruzados con cierta ligereza. Parecían la estampa perfecta del poli bueno, poli malo, la juez y el verdugo, ama y perro guardián. Él parecía haber asumido bien ese rol desde el principio, casi sin planificarlo. Había tomado una posición desde la que podía escudriñar casi cualquier parte del habitáculo. Una mirada penetrante recorrió desde el principio todos los rincones y se percató de todos los detalles, convirtiéndose en un silencioso centinela, respetando las atribuciones de cada uno.

En verdad, pensó Lidia, no quedaba duda alguna. Víctor había sido policía, pero un policía que no había sido necesario en un mundo vaciado. No aporreador, sino sabueso. Esto último la tranquilizó.

Volviendo a sus quehaceres, la inspectora llamó al inspeccionado por un nombre, pero no su nombre. Un descuido tan garrafal como burdo. El truco elemental y básico, un agente provocador del proceso de inspección, y el tercer error deliberado de este tipo que cometía en los diez minutos que  habían transcurrido de entrevista hasta el momento. El confinado, frunciendo levemente el ceño, la volvió a corregir con indisimulado fastidio. Lidia anotó irritación ante el error, se disculpó educada y brevemente (una educación blanca, lineal, muy oficial), y afirmó que, en efecto, el nombre era otro, que por algún motivo había pasado a otro expediente. Lo atribuyó a la cantidad de entrevistas que se estaban realizando. Fallo humano, cabeza limitada. Nadie era infalible, ni siquiera su gobierno, etcétera.

Y el administrado no se enteraba de nada, pero su convencimiento en su auténtica identidad parecía reforzarse.

Lidia continuó con algunas preguntas aparentemente banales, algunas demasiado vacías como para parecer realizadas por una agente gubernamental. Parecía el trazado de una suerte de mapa vital, recordando los mejores momentos de la vida de aquel hombre, e intentando aislar los de la vida de algún otro. Lidia recorría todo este trazado de un modo meticuloso y detallista. Probablemente otro compañero no habría puesto tanto empeño en aquella persona en particular; el escueto expediente hablaba de una “contaminación menor”, un caso leve que, no obstante, se había visto enclaustrado como todos los demás, porque el confinamiento no había sido precisamente selectivo, y el interés general excusó medidas igualmente generales. La inspectora, sin embargo, no se quiso dejar llevar por ningún presupuesto previo. Tenía que aislar todas las posibles problemáticas, encontrarlas e identificarlas o, en caso contrario, constatar de un modo claro e inequívoco su inexistencia.

Si esa persona volvía a salir de su encierro, sería por su firma y autorización. Y, si eso era así, tenía que estar completamente segura de que, durante el resto de sus días, seguiría siendo quien nació para ser, sin más mezcla en su memoria, sin más identidad incrustada. Su propia persona, nadie más.

Mientras continuaba la charla, tan aséptica y gris como el mismo edificio que les contenía, tan especialmente aburrida, Víctor comenzó a caminar por la sala, de un modo casual, podría decirse incluso que distraído, con la mirada ágil. Encontró que todo estaba razonablemente ordenado, y limpio. El escueto mobiliario individual se había colocado en el reducido espacio personal del que disponía como si su propietario esperara una inspección de otra clase que no fuera estrictamente psicológica. Hizo bien, en realidad, porque incluso ahí se podían encontrar detalles relevantes sobre quién se era y quién no.

Si le hubieran preguntado qué buscaba exactamente, Víctor habría tenido que responder con toda honestidad que no podía estar realmente seguro, y que estaba abierto a ser sorprendido. Se le había instruido sobre los riesgos de una mente confinada, pero la variedad de sus manifestaciones ya se le había advertido que podía ser especialmente extensa. Un tenedor oculto bajo la manga, un cuchillo de cocina bajo un cojín, esperando el momento de clavarse en la arteria de un entregado agente gubernamental… 

Estas cosas podían ocurrir, entraban dentro de lo probable. Se preguntó si Lidia sería tan consciente de ello como él; si lo era, entonces había mantenido la calma y el temple de un modo muy encomiable, aunque imaginó que eso era parte de su preparación, y también de su experiencia. Aquel ciudadano, afortunadamente, parecía estar enfrentando su situación, ese interrogatorio tan insustancial y tan tenso al mismo tiempo, con una razonable buena disposición. Víctor detectó en él una impaciencia comprensible, aunque contenida, en breves gestos aislados. No parecía a punto de estallar ninguna hostilidad en él, aunque la situación, como a todos, claramente le desagradaba, y los segundos se le eternizaban en aquel trámite. Quizá los tratamientos durante el aislamiento habían sido útiles, después de todo, y realmente habían allanado el camino para la labor que tenían que hacer. 

Víctor tuvo sus reservas respecto a ellos, no podía negarlo, como cualquier persona razonable hacia un desempeño oficial. Los había visto, los había seguido, y claramente desconfió de su efectividad. Convencer a una población socialmente mutilada de que era necesario mantener una actitud paciente con los inspectores gubernamentales le pareció, en el mejor de los casos, tan optimista como ingenio, y sabía que no era el único que lo pensaba; al fin y al cabo, para eso estaba él allí. Había esperado un escenario mucho peor, mucho más hostil y en el que la fuerza y la intimidación fueran la tónica principal, el nuevo lenguaje que anticipara el fin de la cuarentena; pero enseguida se desdijo, rebajó su optimismo, y se obligó a pensar que ese escenario aún podía darse, que apenas estaban empezando, que la jornada sería larga; esa y todas las demás.

Pensó de nuevo en su compañera, y si ella pensaría igual que él, lo mismo que él, y cómo pensaba enfrentarlo.

Por su parte, Lidia pidió a su interlocutor que le hablara un poco de él, de un modo distendido, incluso sin orden. Que hablara de lo que quisiera sobre su persona, dónde había nacido, quiénes fueron sus padres, qué estudios hizo… La inspectora adoptó una postura mucho más relajada, incluso inclinándose ligeramente hacia atrás en su silla, con las manos sobre el regazo y los dedos entrelazados: una clara invitación a la escucha silenciosa.

Aquel hombre empezó a hablar con una cierta indecisión inicial; nada grave, nada de importancia, pensó la inspectora. Recordó muchas de sus consultas, en otro tiempo tan distinto, con una dinámica inicial igual de pétrea. Había que tirar del hilo, hasta que el hilo finalmente optaba por ser vomitado y expulsado sin contemplaciones. Ella entonces estaría allí para recogerlo, y ponerlo a buen recaudo.

Muy profesional, pensó.

- Bueno… - dijo el hombre, aún titubeando -. Tengo treinta y seis años. Sí, nací hace treinta y seis años…

Calló, mirando con expectación a Lidia, buscando su aprobación en un dato tan aparentemente banal, pero tan determinante. Ella asintió con la cabeza, manteniendo su actitud fría y marcial.

- Fui al colegio en… Bueno, la verdad es que no lo recuerdo muy bien. Es falta de memoria, de verdad – se apresuró a aclarar -. No me estoy confundiendo con nadie más, no se me está mezclando nada, se lo juro, doctora.

- Le creo – dijo Lidia -. Continúe.

- En fin, sí sé que era público. No era mala estudiante. Creo recordar que no lo era.

Lidia tuvo un pequeño tic en la ceja.

- Disculpe, me he distraído. ¿Puede repetir?

- Sí, ¿qué no entendió?

- Usted fue a un colegio público, y entonces...

- Sí, dije que no fui mala estudiante. No tuve…

El silencio cayó seco por parte de los tres, como si tuviera su propio peso y de repente le hubieran afectado las leyes de la física. El hombre frente a Lidia apretó los labios, primero, y arrugó poco a poco el gesto después. Su mirada se deslizó hacia el suelo blanco de la sala, como un niño al que han descubierto haciendo una trastada. Pero su rostro también revelaba cierto esfuerzo, que Lidia identificó casi al momento. Una pugna delatora.

Víctor también lo percibió, reparó en los dedos aferrándose con fuerza a las rodillas, la piel del cuello tensa y la garganta tragando saliva. Dejó completamente de lado el sutil registro que había estado llevando a cabo y se giró lentamente hacia el entrevistado.

- Discúlpeme – dijo el hombre en voz baja, casi avergonzada.

- No se preocupe – respondió Lidia -. Podemos tomarnos todo el tiempo que necesite.

- Ha sido un…

- No piense en ello.

- Me duele un poco la cabeza, creo que…

- ¿Quiere agua? ¿Un analgésico?

- No… Está bien.

La inspectora detectó unas sinceras y profundas marcas de decepción en su voz. En parte, también era la de ella. Había sido breve, pero había sido. El margen entre el lapsus y la contaminación era, desgraciadamente, muy estrecho. Pero aquel hombre, si en su fuero interno seguía considerándose tal y él mismo, no entendía de estimaciones, márgenes de error, baremos o estándares. Saltaba a la vista que se sentía aplastado por las circunstancias, que había rozado la excelencia con las puntas de los dedos pero que la realidad le había cogido por los tobillos. Sólo alzó de nuevo la mirada, y la fijó en los ojos de Lidia.

Ella tuvo otro tic, pero se forzó a no apartarse y sostenerla. Quiso creer que fue por humanidad.

viernes, 10 de abril de 2020

Totum Revolutum (5)


Cuando volvió a pensar en ello, el espejo aún seguía allí.

Lo observó agazapada desde lo más profundo de su habitáculo, con el límite del suelo, blanco y helado. Ella estaba totalmente encogida y sometida, una figura plana que no podría ganar forma nunca más, lisa y sin volumen como el mismo espejo. Podía verlo desde allí, pero él a ella no. No le devolvía ningún rostro, ninguna prueba. Si seguía en lo más bajo, pensó, podría escapar de cualquier juicio. Podía huir, sí, arrastrándose como un insecto.

Un insecto…

Le sorprendió no haber pensado en ello antes, pero en efecto así había sido. Hacía mucho tiempo que no veía ninguno, no era capaz de decir cuánto. En otros días más felices y ligeros habría sido habitual espantar a una mosca con la mano o con un soplido furibundo, temer a las cucarachas, observar con curiosidad a las orugas. Pero esos días, de tan felices, se habían difuminado en una nueva realidad, sensiblemente peor. El tiempo se había vuelto pastoso e informe, una masa que discurría sin fin ni objetivo (como un insecto aplastado, pensó). Pero había un reloj, eso era cierto. El siempre solícito reloj. El guardián y el confidente. Repleto de buenas intenciones, colocado allí para acompañar a todos los confinados y darles la esperanza de un fin, porque siempre habría de haber un fin.

Terminó desconfiando de él, paradójicamente, con el paso del tiempo. Ideas oscuras anidaron en su cabeza: el reloj podía estar mintiéndole. ¿Y si se trataba de un agente provocador, un pérfido mecanismo de control y amansamiento? Ella, desde luego, nunca pudo controlarlo, ni manipularlo. Tal vez cambiara de hora mientras ella dormía, o simplemente cuando no miraba. Quizá (y en su cabeza terminó siendo algo más que quizá, después) pudiera fallar, porque todo era falible, y entonces ella estaría confiando en una mentira, intencionada o no, para siempre. Ese reloj, sobre su puerta sellada; todos los relojes, los de las pantallas y las aplicaciones gubernamentales. Todos perfectamente coordinados y sincronizados, todos mintiendo a la vez, con el oscuro propósito de que mantuviera una esperanza imposible, un anhelo irrealizable, y la imaginación lo bastante viva.

Dejándola sola, aplastada en el suelo, huyendo del espejo que ansiaba devolverle una cara que no fuera la suya. Así era. Cualquier cosa podría aparecer en aquel vidrio, incluso alguna inhumana, reflejo de la bajeza total a la que se había visto sometida. ¿Para qué quería ver insectos, si ella misma se había convertido en uno? Gregorio Samsa esperaba también el final del confinamiento, o tal vez la muerte, lo que llegara antes. Pero ella no tenía allí ni una miserable familia que la repudiara, o la atendiera con los dientes apretados. Estaba sola. Su metamorfosis había tenido lugar en la más absoluta soledad, esperando ser libre o morir.

¿Moriría allí? Le sorprendió no haberse hecho nunca esa pregunta, al menos no de un modo realmente profundo, ni activo. Quizá lo había pensado de un modo muy tangencial, dándolo por hecho, al ser idea incrustada el memento mori de rigor. Pero jamás había cabalgado esa ola; nunca, en las incontables (¡incontables, en verdad!) horas de soledad había hecho un profundo proceso de pensamiento sobre lo inevitable. Había tenido miedo al aislamiento indefinido, a un encierro perpetuo en esa jaula acomodada que su gobierno había dispuesto para ella, pero aquel pánico estable lo había monopolizado todo durante meses. Reflexionó sobre el hecho de morir como un acto social. ¿Podría morir si nadie estaba allí para constatarlo? El árbol que cae, el bosque que nadie ve, el sonido que nadie escucha.

Se sintió más sola que nunca, terriblemente sola, aplastada contra el suelo, miserable, vencida. El espejo la estaba derrotando, otra vez, aunque no pudiera devolverle nada. Todos sus males, se dijo, provenían de él, se habían agrupado en torno a él, y se conjuraban contra ella, días tras día, impidiéndole avanzar, impidiéndole reconstruirse. Entonces, repentino y ardiente, creció un insoportable rencor en su interior, como no había sentido en años, o siglos, anulado por toda la dinámica de confinamiento y claustro, un rencor que nació en sus intestinos y trepó con garras afiladas por su garganta. El odio estaba renaciendo dentro de ella, rápido y silencioso, pero especialmente intenso. Todo ese rencor, centrado en el maldito espejo que presidía con puño de cristal y hierro el living, y de de facto todo el habitáculo.

- Elvira – susurró, para reivindicarse -. Soy Elvira.

Era Elvira, poco importaba lo que aquel chivato impostor de vidrio pudiera decir. Ella era quien ella decía ser, y la placa estaba de su parte. El espejo, como el reloj, la engañaba con vileza. El espejo se había convertido, así, en el centro de todo su mundo, en el punto neurálgico de sus manías, sus odios y sus fobias. Un enemigo aún peor y más detestado que la misma soledad, olvidada ahora en detrimento de un mal mayor.

- Elvira.

Siguió mascullando, mientras se arrastraba por el suelo sin alzarse; la actitud, aunque aún rastrera, había cambiado diametralmente. Se convenció de que ya no huía, sino que acechaba y se rehacía en sus pensamientos de venganza y vindicación. Sus pupilas se comprimieron, sus dientes se afilaron. Había sido tantas personas al mismo tiempo, tiempo atrás, y ahora se sorprendía con ideas felinas sobre la caza y la agresión. Recordó a sus gatos, de niña, rencorosos, que aguardaban el momento oportuno para devolver una afrenta anterior.

Pero no, no. No, en absoluto.

- Yo nunca tuve gatos.

Se detuvo en seco con esta confesión, y sintió un dolor agudo en el pecho y las sienes. Otra vida se acababa de mezclar con la suya, se había vertido en su momento de mayor exaltación. Pero hizo por dominarse; ahora podría ser otro maldito momento de triunfo del espejo, si se alzaba y le desafiaba. Otro rostro, otra vida que le sería devuelta. No podía permitirlo, no podía dejarle ganar.

Ese espejo tenía que ser destruido. Solamente así ella conseguiría ser libre, completamente libre. No a través de la apertura, ni del visto bueno de ningún funcionario que la examinara. La lucha podría liberarla. Solamente la lucha, y nada más. La destrucción del enemigo, una fuerza tan primaria y tan infalible…

El espejo tenía que ser destruido.

viernes, 3 de abril de 2020

Totum Revolutum (4)


Sus escasísimos pobladores las llamaban ciudades viejas, en la que parecía una clara oposición a las ciudades de contención. El concepto resultaba, para algunos, etimológicamente discutible. Los distritos de aislamiento no vendrían a ser nuevas urbes que se pudieran enfrentar a las antiguas, pues básicamente estaban dedicados a un único y concreto propósito; no desarrollaban vida ni sociedad alguna, más bien la constreñían y la mantenían en suspensión. No se llevaba a cabo ninguna actividad entre esos gigantescos y sellados bloques grises de hormigón, no había más que silencio en sus calles. Y, aunque vistos a distancia podían parecer el resultado final de la planificación urbana y definitiva, no eran más que vías muertas. Los que mantenían estas posiciones preferían hablar de ciudades reales, con un evidente ánimo reivindicativo. La ciudad, como gran conquista de la civilización humana, el paso final del salvaje nómada al evolucionado sedentario, pervivía pese a todo. Pese al intento institucional de desvestirlas de su esencia, de vaciarlas, de convertirlas en mausoleos perpetuos de un tiempo peor, la ciudad pervivía. No podía ser vieja. Era actual, real. Seguía siendo la única y verdadera ciudad que podía retener ese nombre. Daban igual las patrullas, la represión, incluso el desinfectante en aspersor. No se podía entender a la especie humana sin la ciudad, y no se le podría arrebatar con ningún artificio. Siempre habría una parte, una delegación permanente de la vida, ocupando el lugar que le correspondía.

Sin embargo, y esto era una obviedad, el nombre de ciudad vieja había agarrado bien, y mejor. No eran tiempos de reflexión, ni profunda ni ligera. Las reivindicaciones iban por otros derroteros mucho más superficiales. El mermado pueblo estaba a otras cosas, y era cierto que la libertad llevaba aparejada una clara dispersión de las ideas. No se podía luchar contra eso, la corriente de los tiempos, cuando los tiempos eran convulsos y extraños, rara vez podía cambiarse. La ciudad vieja seguiría siendo así llamada mucho tiempo después de que todo aquello terminara al fin, si es que alguna vez llegaba a terminar de verdad. Era una derrota de la libertad, y del léxico. Dos pilares de la Humanidad, puestos de rodillas ante tiempos imposibles.

La mujer, que había hecho como que escuchaba toda la diatriba, reaccionó al silencio que al fin llegó asintiendo con la cabeza. Su compañero no pudo culparla, tenía su atención puesta en otra cosa, quizá no más interesante, pero al menos sí más actual. La mujer pasó la manga del abrigo por el vidrio de la ventana, que se había empañado por el frío, e intentó escudriñar al otro lado, sorteando la suciedad del cristal y sin apenas disimulo. Una pequeña multitud de había congregado en una especie de patio interior; una multitud de entonces, por supuesto, lo que implicaba que no había más de quince personas allí. Otro concepto viciado con el que su compañero podría haber disertado durante las próximas horas, pero que la mujer prefirió obviar.

- Están pontificando otra vez – dijo.

- A propósito de esa palabra…

Ella alzó apenas la vista sobre el pañuelo blanco y negro que le cubría parte del rostro, lo suficiente para dirigirle una mirada de cierta severidad.

- No. Ya está bien por ahora, ya está bien de malditas palabras.

El hombre rió entre dientes y, tras un breve vistazo a través del cristal, se sentó en el suelo, contra la pared, encogiéndose bajo su largo abrigo para intentar espantar el frío que recorría el viejo edificio.
La mujer pareció hacer un recuento rápido de los reunidos abajo. Contó cabezas. Después hizo un ejercicio de memoria para recordar la identidad de esas cabezas. Algunas le eran conocidas, para bien: no eran conflictivos. Era improbable entonces que el resto de la parroquia lo fuera. Sacó del interior del abrigo un gastado cuaderno y un bolígrafo.

- Trabajo de campo – murmuró su compañero.

Era la mejor forma de llamarlo, y ella se lo concedió con el silencio. Apenas podía escucharles desde allí, pero podía hacer unas primeras anotaciones. Número, actitud, distribución… Factores bastante importantes y a tener en cuenta en aquel tipo de comunidades. El patrón existía, pero siempre había pequeños detalles, matices…

- No es él, ¿no?

- No lo parece, desde aquí – respondió ella.

- Tendremos que acercarnos más.

- Sí... Espero que no se asusten.

- No llevamos unos grandes escudos con la palabra “policía” en mayúsculas, creo que podremos estar seguros de que no les importará que hagamos de libres oyentes.

Eso también era cierto. La nula sutileza de la represión policial en el último año había evitado una paranoia mayor entre los escasos pobladores de las ciudades viejas. Nada de policía secreta, ni grandes operaciones de infiltración y espionaje. Porra, foco y ametralladora. Eso había sido todo.
La mujer guardó el cuaderno y se echó la mochila al hombro. El compañero interpretó bien el gesto, y se levantó con algo de esfuerzo, y fastidio. Masculló algo que ella no entendió, y que además tampoco quiso saber. Cuando hubieron recogido todo, tomaron una escalera especialmente sucia con las baldosas desconchadas y rotas que crujían al pasar, pese a que intentaron, con toda la cautela que pudieron, hacer el menor ruido posible. Era una vieja costumbre de estado de excepción. Las redadas no tenían horas ni fechas, y si bien es cierto que eran poco sutiles en su ejecución, con frecuencia sí se tomaban la molestia de aparecer de la nada, especialmente en los últimos meses, ya bien instruidos en las artes de la guerra callejera. Porque daba la impresión de que para ellos era algo así, una guerra, una santa cruzada por la salud pública y general. No se había vuelto a escuchar ni un solo mensaje político desde que empezó oficialmente el confinamiento, ningún furgón informativo había recorrido las calles con su megafonía desde que se cerró la última puerta y se aisló al último infeliz. A partir de ahí, los que quedaron fueran podían considerar que les había declarado enemigos públicos, anticiudadanos, adversarios del Estado. Y se les había tratado como tal.

En ese escenario, el silencio había sido fundamental, más para escuchar que para no ser escuchado. Si llegaba la apisonadora policía, era importante ponerse a cubierto lo antes posible. Agachar la cabeza y esperar a que acabara todo solía ser lo más sensato. Durante las primeras semanas habían existido amagos de resistencia, primero, y abiertas y descarnadas luchas callejeras, después. Pero ellos tenían las balas y la ametralladora. Poco podían hacer adoquines, ladrillos y contenedores ardiendo contra vehículos blindados.

Reflexionando sobre ello, por enésima vez, la mujer llegó a la misma conclusión de siempre: todo se había ido de las manos demasiado deprisa, y le era casi imposible encontrar una justificación. Las imaginaba, de todos modos, cuando todo aquello terminara: “intentamos ir por las buenas, primero dimos zanahoria y luego no nos quedó más remedio que usar el garrote”. La civilización contra las cuerdas con la excusa de la falta de obediencia.

Pero para eso estaba ella allí, entre otras cosas.

Cuando llegaron abajo pudieron escuchar las voces, con total claridad. Voces, pero era una sola persona la que hablaba. La mujer y su acompañante se apoyaron en el marco de lo que en otro momento fue una puerta; ella volvió a sacar su cuaderno, manteniendo su dinámica silenciosa, discreta, como si no quisiera asustar a aquella bandada de pajarillos silvestres. Un hombre harapiento y desaliñado, flaco hasta los huesos pero con un vivo brillo en la mirada, mantenía dignamente el equilibrio sobre una mesa mientras se dirigía a un grupo que, no con mayor gusto por el aseo que aquel, atendía sentado en el suelo. Hablaba y gesticulaba con una parsimonia que podía ser tan contagiosa como irritante. El todos en todos seguía su curso, esas cosas no podían evitarse. No valían los diques, ni las contenciones. Una nueva era había llegado, y nadie podría impedirlo. Como la corriente inmutable del tiempo, la época dorada del fin de los individualismos y la…

- Me pregunto cuánto tiempo llevan diciendo lo mismo – dijo el hombre, casi susurrando.

- El necesario – respondió ella, y sin apartar la mirada continuó tomando algunas notas.

No lo dijo por decir. Él no lo notaba, pero había cambios sutiles. La liturgia se estaba sofisticando, dentro de la ruina. La diferencia de altura había aumentado. La voluntad pedagógica estaba dejando paso poco a poco a una verdadera intención de culto, con reglas, dogmas y premisas, una consecuencia humana inevitable a su juicio. Era cierto: los discursos, con frecuencia, se repetían. Se estaban repitiendo estructuras, cuando antes había existido una clara improvisación, fruto del entusiasmo que provoca creerse a las puertas de un suceso humano irrepetible. Pero ahí estaba, precisamente, uno de los factores más interesantes de toda la cuestión. Si se estaban cimentando pensamientos complejos, ideas ya bien sedimentadas, el alcance del fenómeno crecía exponencialmente. Y eso, al mismo tiempo, era el mayor problema. Toda esa gente, pensaba la mujer, estaba atravesando un proceso de trastorno de personalidad que se agravaba con la férrea creencia de que estaban a las puertas de la más absoluta iluminación. La liberación final, continuó el predicador de harapos, para goce de su mutable auditorio. Y la voz se le quebró varias veces al decirlo, pero no por la inseguridad, ni por sentirse sobrecogido por la emoción de sus palabras. El tono, el acento, cualquier mínimo detalle de esa voz hizo un esfuerzo por cambiar, por ser otra. Y en verdad es otro, pensó la mujer. U otra. Para los que absolutamente entregados escuchaban el discurso no había un único orador sobre aquella mesa, sino una miríada, y fluía, se dejaba llevar en la corriente, fijándose en ese momento presente y ese cuerpo durante unos pocos minutos. Un cuerpo, continuó diciendo el predicador, que pronto nos será prescindible, al que no nos queda más remedio que dar un uso de vasija, de vehículo del todos en todos. Pero habrían de llegar tiempos, añadió, en los que no será necesario, y se convertirá en un recurso caduco, una hoja seca y una flor marchitada.

Cuatro, contó la mujer, anotando. Cuatro eran los que habían disertado hasta el momento, pero se corrigió y tachó al momento. Cuatro intentos, cuatro personalidades, identidades incompletas, indicios de la vida de otro, mezclados y disueltos en un imposible caos mental.

A menudo se preguntaba si todo aquello acabaría sirviendo para algo. Si no estaría regando con poca agua en el desierto. A menudo suspiraba, agotada.

Se dio cuenta, en un rápido vistazo alrededor, de que su compañero no estaba. Se inquietó durante un momento, pero tras ella había una puerta entreabierta que antes había estado cerrada, y los que la conocían sabían que prefería no ser interrumpida cuando cavilaba sobre según qué asuntos. Dejó a los fieles reunidos con la intención de unirse pronto a ellos y se dirigió a la puerta. Un sol helado de invierno caía con dudas y escasa intención de calentar huesos y espíritus. Encontró a su compañero hablando con otra mujer; unas últimas palabras, un toque cómplice en el hombro, y él se acercó con  una expresión torcida en el rostro, mucho más que cuanto tenía que escuchar a los sacerdotes del nirvana post-moderno.

Ella esperó pacientemente, hasta que le apremió con un sutil movimiento de cejas y la cabeza apenas ladeada, pero a él parecía que le estaba costando encontrar las palabras adecuadas. Finalmente se palpó el mentón, miró vagamente a lo lejos, a una distancia indeterminada, y dijo lo que sabía.

- Han visto a… alguien recorriendo los bloques de confinamiento.

- ¿Nuestros?

- No.

- ¿Tecnófobos?

- Tampoco, más bien, según me dicen, parecían… parecían funcionarios, Lidia.

sábado, 28 de marzo de 2020

Totum Revolutum (III)


El ascensor era lento. Deliberadamente lento, dijo Víctor. Fue más una suposición que una certeza. Porque nadie, añadió, está realmente seguro de cómo ha funcionado nada. Y lo creyó deliberado Víctor por una mera cuestión práctica, un coto al escapismo. Es lo que él habría hecho, si se le hubiera encargado la tarea de atar de pies y manos a la nación. Y es que si alguien hubiera conseguido lo que se suponía imposible, forzar la puerta de su propio confinamiento, una vez saltadas todas las armas y activados todos los mecanismos de represión, utilizar ese lento artilugio para huir habría sido totalmente contraproducente. Pero sólo era eso, una suposición. También una manera de matar el tiempo. El aislamiento no había erradicado totalmente uno de los trámites más amargos e incómodos de la Historia humana: la reclusión compartida y obligada en un ascensor. Lidia sólo respondió una tímida mueca y una mirada apenas de reojo.

- Entiendo – dijo Víctor – que no ha sido una suposición especialmente interesante. Nunca lo he sido, en realidad.

- No, disculpe – Lidia negó con la cabeza -. Creo que tiene usted razón. Es que pensaba en otra cosa, sólo eso.

- ¿La pintada?

La pintada, y su mensaje. Lidia no había esperado otra cosa que un profesional y burocrático silencio al respecto, tanto por parte de su compañero como por ella misma, y así había sido. Ningún comentario, ninguna apreciación, pero en la soledad absoluta de su cabeza se habían gestado multitud de interrogantes. Todos los que no habían existido durante el confinamiento; las guías de cuarentena del Gobierno habían insistido con mucho énfasis en la necesidad de no elucubrar, no especular, no imaginar. Todo eso podía acabar destruyendo una mente solitaria y aislada. Y ella, más por el convencimiento de su propia seguridad que por una fe ciega en las virtudes de la obediencia, siempre quiso cumplir las normas, pero en ese momento, ante aquella visión, notando por fin el frío del invierno en las mejillas y por tanto una cierta tendencia a la liberación personal, elucubró, especuló e imaginó. Retuvo el trazo desgastado del mensaje, tanteó sobre la antigüedad del mismo, la aparente tranquilidad con la que alguien se lo había tomado. Una clarísima violación de las leyes de cuarentena, ante sus ojos, y ante el trabajo más importante de su vida.

- La pintada, sí.

Víctor ladeó despacio la cabeza a un lado y a otro, y aquello pareció ser todo. Muy contenido y profesional. Muy burócrata.

- ¿Alguna suposición al respecto? – preguntó Lidia.

- Hay una más clara que las otras, si entiende por dónde voy.

- Lo hicieron después del confinamiento.

Si podía quedarse con una certeza, Lidia elegiría esa. Un año no había sido ni remotamente suficiente para borrar de su memoria los últimos instantes de sociedad, y los primeros pasos al individualismo, pese a que, igualmente, todas las guías gubernamentales al respecto habían aconsejado olvidarlo y “pasar página”, un ejercicio de amnesia voluntaria y forzada como medida para evitar desagradables episodios de estrés post-traumático y males similares; pero ella, y suponía que también todos los demás, aún recordaba: largas filas de a uno, policía militarizada allí donde se pudiera dejar la vista. Armas y focos, mucho de ambos. Manos pegadas al cuerpo, vista al frente y cuerpo erguido, disparos al aire, la voz estridente de los megáfonos llamando al orden y a la paciencia. Nadie habría podido pintar nada entonces sin arriesgarse a las más sinceras atenciones de la autoridad vigilante.

- Parece lo más evidente – dijo Víctor.

- No me gusta lo que significa eso, sea más o menos evidente.

- Tampoco a mí. Si alguien hizo eso…

- O no todas las puertas se cerraron bien – continuó Lidia -, o no se aisló a todo el mundo.

- O quizá ambas. No sabría decirle. La información fue limitada en las semanas anteriores, no sé si lo recuerda. Incluso para nosotros. Hubo una gran problemática en las zonas más rurales, apartadas… Fuera de los núcleos urbanos, en fin, todo se complicó mucho.

La inspectora lo vio claro entonces, llegó a ella una oportuna clarividencia: su partenaire se movía bien entre eufemismos. Al contrario que ella, probablemente llevaba a sus espaldas una férrea vida al servicio del ciudadano y la administración. Un servidor leal y recto. “Se complicó”. Era la forma más cordial y ausente de conflicto de llamar a los arrestos, arrastres y otras escenas propias de la brutalidad policial. De nuevo llegaron a la cabeza de la inspectora los focos en la noche y los disparos al aire, o más abajo. Algunas sombras cayeron en forma de bultos. Y nadie pudo decir nada.

Se dio cuenta de que, efectivamente, no había superado completamente aquel día, y de que aquel condenado ascensor no llegaría nunca.

- Todo esto también es nuevo para mí.

Parecía que Víctor se excusaba por un reproche no verbalizado. Al fin y al cabo, cómo iban a saber ellos nada sobre algo. Lidia se quiso hacer ver comprensiva, pero en realidad intentaba ser prudente. ¿De qué conocía a este hombre? Hasta hacía unas pocas horas había sido un completo desconocido. Evidentemente no iba a dejarse llevar por una paranoia gratuita, aunque este incómodo efecto secundario ya se había anunciado como posible una vez se retomara el contacto con otros congéneres. Lo que a Lidia preocupaba, en realidad, era la posición que ostentara aquel hombre en la organización para la que ambos en ese momento trabajaban, a quién conocería, qué podría decir de ella, de qué podría hablar y de qué no. Y le preocupaba también no poder dejar de preguntarse por qué sentía que él era mucho más experimentado que ella. Por qué se estaba viendo como una especie de advenediza.

Probablemente nunca lo sabría, y en cierto sentido aquello la tranquilizó. Ya tendría que analizar demasiados perfiles durante las próximas horas.

- No se preocupe – respondió Lidia -. Tendremos que ir descubriéndolo. Juntos, usted y yo, hoy.
Víctor sonrió, aparentemente satisfecho con esta breve terapia de grupo.

- Es usted psiquiatra, ¿verdad, Lidia?

- Solía serlo, sí.

- ¿Ya no?

- Es relativo.

El inspector rió, lejos de la carcajada, pero aún así con indisimulada diversión.

- Creo que es justo la respuesta que esperaba.

- Hace un año que no veo a nadie – se justificó Lidia, aunque fuera a costa de lo que ella misma consideró una obviedad -. Imagino que volveré a serlo cuando abramos la primera puerta y haga la primera pregunta. Cuando tenga una primera conclusión, entonces, podré volver a considerármelo.

- ¿Usted estuvo en los primeros equipos de control?

Lidia asintió, pero con reservas. No participó de los primeros estudios clínicos, pero sí fue “llamada a filas” al poco tiempo de que todo trascendiera y se hiciera, más que público, evidente la magnitud del problema. No era funcionaria, ni se llegó a sentir como tal en ningún momento, pero se vio trabajando, y por momentos pensando, como una. Una llamada brevísima, un par de reuniones con directores generales de tal y subsecretarias de cual y, antes de poder caer en la cuenta, estuvo involucrada en primera línea en lo que la política, con la pomposidad habitual que con motivo se le atribuye, llamó “la mayor batalla de nuestra sociedad”.

- Pude trabajar los primeros casos del país – continuó explicando -, antes de que los números empezaran a escaparse de todo control posible que nosotros pudiéramos aplicar.

- ¿Fue cuando le pusieron aquel nombre? Tan aséptico. Tan literal.

- “Trastorno de multi-identidad inducida” – apuntó Lidia -. O “Wattenberg-Kelsen”. Los americanos ya lo habían bautizado unas semanas antes.

Y lo cierto es que les pareció bien, continuó. Era, a grandes rasgos, de lo que trataba todo. De la memoria tampoco se le terminaría de ir nunca el instante en el que recibió de un colega de Boston el – por aquel entonces – interesante caso de un hombre que afirmaba ser otros. Esto, en principio, no suponía el descubrimiento de la pólvora; la historia clínica de la psiquiatría estaba escrita sobre disociaciones de personalidad. Pero algunos elementos de ese caso en concreto resultaron lo suficientemente llamativos a los primeros terapeutas que lo trataron.

- Dejó de ser tan interesante y tan llamativo cuando empezó a extenderse – apuntó Víctor.

- Estoy de acuerdo. Nunca le he visto un interés morboso a mi trabajo, más allá de lo estrictamente profesional.

- ¿Lo infravaloró?

- Creo que todos lo hicimos – confesó ella -. Vivir sobre las vanidades puede hacer que acabes en la hoguera.

- Nos quemamos.

- Como cerillas. Pero ya poco se podía hacer. No creo que fuera previsible. No a ese nivel – enseguida Lidia tuvo la necesidad de excusarse -. No intento eludir ninguna responsabilidad…

- No me lo ha parecido. Lleva usted razón. Creo que alguien llegó a llamar a esto una “enfermedad gregaria”. No me podría parecer un término más acertado, ¿no le parece?

- Nunca lo he pensado en aciertos o fracasos, si le soy sincera. Pero si quiere mi opinión profesional…

- La quiero.

El concepto de gregarismo aquí está muy diluido, sentenció Lidia. De hecho, diría que es erróneo. Creo que en condiciones gregarias usuales esto jamás habría ocurrido, pero no vivíamos en ellas. La exposición, y no la usual vida en sociedad, fue la que nos llevo a esto. En todo caso, en cierto modo entiendo lo que hay tras esa denominación, y no me parece lo peor que se ha dicho. Algún gurú fue incluso un poco más lejos. Afirmó que habíamos llegado al “todos en todos”, a la existencia plena, al fin del sufrimiento por la individualidad.

- Un “Nirvana hoy” – aclaró Lidia, con más indolencia que sorna -. Y, en general, una verdadera estupidez.

- Y fue tratada como tal – apuntilló Víctor.

La recién y puntual frialdad en su compañero desconcertó durante un segundo a Lidia. Recordó esos “tratamientos”, también con más viveza de la que se habría creído capaz. Los grandes males siempre fueron acompañados de grandes exaltaciones: le vinieron a la memoria grandes multitudes clamando el advenimiento de una nueva era, un nuevo estadio en la evolución, el fin de todo el sufrimiento y la “empatía suprema”. Se formaron comunas, y en ellas se aceptaron con total naturalidad estas “personalidades prisma”, como se llegaron a llamar. Voces de importancia empezaron a alzarse manifestando no ser nadie, y ser todos a la vez. Estas muestras de fervor despertaron en un inicio algunas simpatías ciertamente condescendientes, incluso entre autoridades, que las vieron desde arriba con una ligera indiferencia; mejor eso que la histeria, se llegó a decir. Pero cuando ese fervor se empezó a tornar histérico, y cuando se dieron las primeras  y más inflamadas proclamas llamando a la resistencia contra las medidas gubernamentales, la simpatía se disipó. Hubo ametralladoras, pensó Lidia, forzándose a no decirlo en voz alta, y se tiñó de bermellón todo ese aire pacifista y new age con el que algunos habían intentado hacer más llevadera la crisis. Al decretar confinamiento y aislamiento no se mencionó al Nirvana. De un modo u otro, la palabra quedó oficiosamente proscrita para la posteridad.

Los tecnófobos, por su parte, entraron en una suerte de cruzada iconoclasta. Más agresivos, más vindicadores. Inmunes, llegaron a llamarse, haciendo suyo una especie de lenguaje vírico que caló muy bien. Tecnófobos asaltando tiendas de electrónica, quebrando pantallas con trozos de calzada, llamando al apagado general.

Lidia se preguntó qué habría sido de todos ellos, y habría escarbado aún más en la memoria de días truculentos y convulsos, los últimos de libertad, pero el ascensor se detuvo con sonido metálico especialmente crudo al llegar a la última planta del bloque. Las puertas se abrieron a ambos lados con poca ceremonia. Y aún menos pompa aguardaba en el pasillo que se extendía ante ellos. Una decoración de gris cemento que, con buen criterio, nadie se había molestado en decorar. Ninguna ventana ofrecía la esperanza de un breve vistazo al exterior. Aquellos eran bloques de confinamiento, edificios construidos con el único propósito de aislar, tumbas insonorizadas para pequeños faraones de aquel siglo. En aquel momento, ambos inspectores ya debían estar bien prevenidos contra el ascetismo impuesto de este nuevo mundo. Ya debieron entender que no podrían encontrar otra cosa. Pero, aún así, Lidia no pudo evitar sentirse sobrecogida al pensar que, detrás de cada robusta y maciza puerta sin pomo ni manillar habría una vida, deseando su aprobación para salir de allí, al fin.

- De acuerdo – dijo Víctor, en voz baja, como si temiera ser escuchado por los inquilinos, aunque fuera imposible -. Organicémonos, si le parece. Tenemos asignados todos los números de esta planta. Sugiero seguir un estricto orden numérico.

- No tenemos datos detallados de cada situación individual actualizados – había algunas notas de reproche en la simple información -. Apenas pinceladas. No podemos discriminar, en ningún sentido. Estoy de acuerdo con usted, Víctor. Hagámoslo así.

- Los protocolos están claros.

- Muy claros.

- Excelente. Vamos.

Ambos inspectores se dirigieron con paso pretendidamente firme a la puerta número uno, como todas las demás una verdadera lápida gris solamente decorada con un pequeño lector. Al tiempo, sacaron sus tarjetas, imprescindibles ambas para abrir, por vez primera en un año, aquella prisión individualizada. Otro mundo posible existía al otro lado. Un breve universo paralelo a punto de quebrarse. La nada o el todo. La negación humana suprema, pensaron ambos inspectores, con diferentes palabras y por diferentes vías.

La idea les dejó sumidos en unos minutos de silencio. Entendieron que ya apenas importaban, que probablemente nunca fueran a ser reclamados. El tiempo se había vuelto más elástico que nunca.