Cuando volvió a
pensar en ello, el espejo aún seguía allí.
Lo observó
agazapada desde lo más profundo de su habitáculo, con el límite del suelo,
blanco y helado. Ella estaba totalmente encogida y sometida, una figura plana
que no podría ganar forma nunca más, lisa y sin volumen como el mismo espejo. Podía
verlo desde allí, pero él a ella no. No le devolvía ningún rostro, ninguna
prueba. Si seguía en lo más bajo, pensó, podría escapar de cualquier juicio. Podía
huir, sí, arrastrándose como un insecto.
Un insecto…
Le sorprendió no
haber pensado en ello antes, pero en efecto así había sido. Hacía mucho tiempo
que no veía ninguno, no era capaz de decir cuánto. En otros días más felices y
ligeros habría sido habitual espantar a una mosca con la mano o con un soplido
furibundo, temer a las cucarachas, observar con curiosidad a las orugas. Pero
esos días, de tan felices, se habían difuminado en una nueva realidad,
sensiblemente peor. El tiempo se había vuelto pastoso e informe, una masa que
discurría sin fin ni objetivo (como un insecto aplastado, pensó). Pero había un
reloj, eso era cierto. El siempre solícito reloj. El guardián y el confidente.
Repleto de buenas intenciones, colocado allí para acompañar a todos los
confinados y darles la esperanza de un fin, porque siempre habría de haber un
fin.
Terminó
desconfiando de él, paradójicamente, con el paso del tiempo. Ideas oscuras
anidaron en su cabeza: el reloj podía estar mintiéndole. ¿Y si se trataba de un
agente provocador, un pérfido mecanismo de control y amansamiento? Ella, desde
luego, nunca pudo controlarlo, ni manipularlo. Tal vez cambiara de hora
mientras ella dormía, o simplemente cuando no miraba. Quizá (y en su cabeza
terminó siendo algo más que quizá, después) pudiera fallar, porque todo era
falible, y entonces ella estaría confiando en una mentira, intencionada o no,
para siempre. Ese reloj, sobre su puerta sellada; todos los relojes, los de las
pantallas y las aplicaciones gubernamentales. Todos perfectamente coordinados y
sincronizados, todos mintiendo a la vez, con el oscuro propósito de que
mantuviera una esperanza imposible, un anhelo irrealizable, y la imaginación lo
bastante viva.
Dejándola sola,
aplastada en el suelo, huyendo del espejo que ansiaba devolverle una cara que
no fuera la suya. Así era. Cualquier cosa podría aparecer en aquel vidrio,
incluso alguna inhumana, reflejo de la bajeza total a la que se había visto
sometida. ¿Para qué quería ver insectos, si ella misma se había convertido en
uno? Gregorio Samsa esperaba también el final del confinamiento, o tal vez la
muerte, lo que llegara antes. Pero ella no tenía allí ni una miserable familia
que la repudiara, o la atendiera con los dientes apretados. Estaba sola. Su
metamorfosis había tenido lugar en la más absoluta soledad, esperando ser libre
o morir.
¿Moriría allí?
Le sorprendió no haberse hecho nunca esa pregunta, al menos no de un modo
realmente profundo, ni activo. Quizá lo había pensado de un modo muy
tangencial, dándolo por hecho, al ser idea incrustada el memento mori de rigor. Pero jamás había cabalgado esa ola; nunca,
en las incontables (¡incontables, en
verdad!) horas de soledad había hecho un profundo proceso de pensamiento
sobre lo inevitable. Había tenido miedo al aislamiento indefinido, a un
encierro perpetuo en esa jaula acomodada que su gobierno había dispuesto para
ella, pero aquel pánico estable lo había monopolizado todo durante meses.
Reflexionó sobre el hecho de morir como un acto social. ¿Podría morir si nadie
estaba allí para constatarlo? El árbol que cae, el bosque que nadie ve, el
sonido que nadie escucha.
Se sintió más
sola que nunca, terriblemente sola, aplastada contra el suelo, miserable,
vencida. El espejo la estaba derrotando, otra vez, aunque no pudiera devolverle
nada. Todos sus males, se dijo, provenían de él, se habían agrupado en torno a
él, y se conjuraban contra ella, días tras día, impidiéndole avanzar,
impidiéndole reconstruirse. Entonces, repentino y ardiente, creció un
insoportable rencor en su interior, como no había sentido en años, o siglos,
anulado por toda la dinámica de confinamiento y claustro, un rencor que nació
en sus intestinos y trepó con garras afiladas por su garganta. El odio estaba
renaciendo dentro de ella, rápido y silencioso, pero especialmente intenso.
Todo ese rencor, centrado en el maldito espejo que presidía con puño de cristal
y hierro el living, y de de facto todo el habitáculo.
- Elvira –
susurró, para reivindicarse -. Soy Elvira.
Era Elvira, poco
importaba lo que aquel chivato impostor de vidrio pudiera decir. Ella era quien
ella decía ser, y la placa estaba de su parte. El espejo, como el reloj, la
engañaba con vileza. El espejo se había convertido, así, en el centro de todo
su mundo, en el punto neurálgico de sus manías, sus odios y sus fobias. Un
enemigo aún peor y más detestado que la misma soledad, olvidada ahora en
detrimento de un mal mayor.
- Elvira.
Siguió
mascullando, mientras se arrastraba por el suelo sin alzarse; la actitud,
aunque aún rastrera, había cambiado diametralmente. Se convenció de que ya no
huía, sino que acechaba y se rehacía en sus pensamientos de venganza y
vindicación. Sus pupilas se comprimieron, sus dientes se afilaron. Había sido tantas
personas al mismo tiempo, tiempo atrás, y ahora se sorprendía con ideas felinas
sobre la caza y la agresión. Recordó a sus gatos, de niña, rencorosos, que
aguardaban el momento oportuno para devolver una afrenta anterior.
Pero no, no. No,
en absoluto.
- Yo nunca tuve
gatos.
Se detuvo en
seco con esta confesión, y sintió un dolor agudo en el pecho y las sienes. Otra
vida se acababa de mezclar con la suya, se había vertido en su momento de mayor
exaltación. Pero hizo por dominarse; ahora podría ser otro maldito momento de
triunfo del espejo, si se alzaba y le desafiaba. Otro rostro, otra vida que le
sería devuelta. No podía permitirlo, no podía dejarle ganar.
Ese espejo tenía
que ser destruido. Solamente así ella conseguiría ser libre, completamente
libre. No a través de la apertura, ni del visto bueno de ningún funcionario que
la examinara. La lucha podría liberarla. Solamente la lucha, y nada más. La
destrucción del enemigo, una fuerza tan primaria y tan infalible…
El espejo tenía
que ser destruido.
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