jueves, 27 de junio de 2013

Higiene

Tras meditar concienzudamente los pros y los contras de cada posible elección, Verónica se decidió finalmente por unos guantes de goma y los cogió del estante, aunque no sin una última y tímida reticencia. Aún guardaba ciertas dudas sobre el color, cuestión en absoluto banal. Por un lado, el amarillo le resultó demasiado llamativo y chocante; por otro, el rojo habría sido demasiado obvio, hasta lo burdo. Un par de color rosa le pareció el culmen del mal gusto y lo hortera, pero por suerte había encontrado refugio en el siempre neutral y aséptico azul. El negro fue rápidamente descartado por ser demasiado siniestro, digno de una parca malévola.
Con la compra finalmente decidida, aunque aún tambaleante, Verónica desanduvo el camino hecho antes en el supermercado y guardó cola pacientemente para llegar a la caja. Allí aprovechó para volver a hacer cuenta memorística del resto de útiles de limpieza. Le tranquilizó comprobar que contaba con todo lo demás en casa. También una conocida y alegre canción que sonaba por la radio del establecimiento, y que le ayudó a obviar a la irritante señora que retrasaba el resto de la cola con peticiones absurdas. Verónica se mantuvo al margen de los murmullos impacientes de sus conciudadanos, consciente de que en realidad apenas tenía prisa, y para su desgracia pensó otra vez en los guantes. Aún estaba a tiempo de salir de la cola y recoger otros, pero se aferró con fuerza a la correa del bolso, conteniéndose. Todo estaba bien como estaba. Los cambios pocas veces obraban en beneficio de los impacientes.
Mientras pagaba los guantes trató de buscar en los ojos del cajero una mirada de aprobación, una prueba tácita de la buena calidad de la compra. Solo encontró automatismo laboral, como solía ser habitual, pero aún así agradeció el servicio. Todo lo demás, al fin y al cabo, no habría conseguido otra cosa que retrasarla tontamente. Tenía todo lo que necesitaba. Pero hubo quien no estuvo de acuerdo en eso..
Verónica, demasiado sumida en sus propias dudas sobre la resistencia y el color de los guantes, no los vio llegar hasta que fue demasiado tarde. Apenas le quedaba un paso para salir del supermercado cuando se encontró casi totalmente rodeada por tres personas y varios ingenios electrónicos en una emboscada burda e indeseable que la dejó sin habla, aunque se le amontaran en la boca las primeras y fútiles palabras.
La que parecía ser la cabecilla de aquel atentado contra la libertad ambulatoria, una joven que sonreía como si tuviera los carrillos grapados y vestía de un modo inconfundiblemente corporativo, fue la que empezó el asalto, abalanzándose sobre ella para dejar claro que la retirada no era una opción. Los otros dos hombres, cargando al hombro con sendas cámaras, parecieron crecer un metro o dos cuando se inclinaron hacia Verónica.
- ¡Señorita, señorita! Estamos promocionando un nuevo producto de higiene para el aseo. ¿Le importaría que la acompañáramos a casa para probarlo en su baño?
Aún muda, con la boca entreabierta, Verónica trató de rehacerse, de empezar a trazar líneas rojas antes de que la cortesía fingida volviera a ganarle la mano; frunció el ceño y miró con sincera e intencionada severidad a aquel invasivo grupo publicitario.
- Por supuesto que me importa. No.
Pero ellos se mostraron bastante más irreductibles de lo que Verónica en un principio había creído.
- ¿Entonces…? – insistió la mujer, sin perder la afabilidad corporativa de la cara.
- Déjenme tranquila – contestó Verónica con mucha menos sutileza, sintiéndose más incómoda a medida que se acercaban más curiosos.
- No será ninguna molestia… ¿Nunca ha querido deshacerse de esas horribles marcas negras cerca de la ducha? ¿No ha querido…?
- ¡Que me deje, le he dicho! ¡No! ¡Déjenme en paz!
Con una repentina y asfixiante sensación de claustrofobia, Verónica se aferró con más fuerza a la correa del bolso, bajó la cabeza y se abrió paso como pudo hasta que notó la liberadora sensación del aire libre. Caminó deprisa con la sensación de que aún no se había librado completamente del yugo publicitario, e hizo bien, porque el regimiento de limpieza forzada, seguramente inquieto por una negativa tan rotunda y enérgica, además de inesperada, aún la siguió algunos metros, angustiando hasta lo indecible a Verónica, que apretó el paso progresivamente hasta terminar, para su sorpresa, casi corriendo. Cuando al fin los dejó atrás, los jadeos de su cuerpo sofocado le resultaron muy bien amortizados.
No se dio tiempo para recuperar el ritmo de la respiración, creyendo que podrían volver a aparecer en cualquier momento, tal vez de debajo de sus zapatos, preguntando con insistencia si nunca se había sentido acorralada por las manchas de chicle en las suelas. Con la permanente vista atrás para comprobar que no la estaban siguiendo, Verónica volvió al fin a la tranquilidad del hogar, el mismo que aquellos entrometidos desaprensivos habían querido traspasar. Sintiéndose más a salvo, disfrutó durante un par de minutos de la soledad y la sombra del portal. Al empezar a girar la llave en la cerradura, Verónica escuchó desde el otro lado de la puerta el insistente maullido de Carmina. La fiel y afectuosa gata la recibió con las carantoñas y ronroneos de costumbre. Verónica respondió adecuadamente a los cariños del felino, pero la reprendió cuando comprobó que algunos arañazos habían rasgado las bolsas de basura amontonadas sin orden en el recibidor. Carmina, aún así, siguió merodeando alrededor de ellas. Un dedo solitario y cada vez más engarfiado que asomaba por uno de los desgarros parecía llamar mucho su atención.
Verónica colgó el bolso en el perchero y trató de apartar al minino de las bolsas con la punta del pie, pero como de costumbre desistió pronto, cediendo a la testarudez del animal. De camino hasta el baño, recogió la lejía y algunos útiles más necesarios para la limpieza. La gata, distraída al principio con las falanges, siguió después a su dueña con curiosidad, aunque el incipiente olor a desinfectante terminó por dejarla al margen.
Verónica encendió la luz del aseo, y permaneció parada en la puerta, estudiando la escena. De algún modo aún quedaba allí un insistente goteo que desde lejos venía sacándola de quicio, pero estaba decidida a poner fin a todo eso. Sacó el par de guantes azules del envoltorio y se los puso estirando todo lo que pudo la goma, con su relajante e inconfundible sonido. Luego se ajustó adecuadamente la mascarilla en el rostro y buscó el estropajo que había dejado horas antes en el lavabo.

Suspiró pesadamente y pensó que, en realidad, aquel nuevo y revolucionario producto, cualquiera que fuera, le hubiera venido bien. Aún tenía por delante la tediosa tarea de limpiar la bañera, completamente teñida de sangre seca.

martes, 18 de junio de 2013

El cascanueces

Lo pone en el folleto: rompedor. Y es verdad. Se lo aseguro. Mi versión promete martillos y testículos.

lunes, 10 de junio de 2013

Bagatelas

El señor Romero, al llegar una mañana a las oficinas en las que trabajaba, encontró a una de las mujeres de la limpieza, Encarnita, llorando a lágrima viva en las escaleras, totalmente de los nervios y al borde de la histeria. Ante esta estampa, el señor Romero le preguntó qué ocurría. A Encarnita solo le faltó arrancarse el pelo de tanto tirar de él, pero el señor Romero, lejos de intentar disuadirla de cometer una locura – con lo poco que le quedaba para jubilarse -, la dejo hacer, porque entendió que los nuevos tiempos implican nuevas modas en el mundo del estilismo, del que se confesaba sin pudor totalmente profano. A su edad.
- ¡¡Hay un hombre decapitado ahí arriba!!
El chillido seguramente llegó a los empleados castigados encerrados en el sótano. Pero el señor Romero, todo un administrativo de primer nivel, lo tomó con bastante estoicismo, y reflexionó en voz alta las conclusiones. El camino que hemos andado. Los pasos que hemos seguido. Lo que hemos visto por el camino. Etc.

- Vaya. Entonces supongo que la cabeza de la puerta no es decorativa.

martes, 4 de junio de 2013

Mal paso de un buen letrado

Mientras Don Joe Capralli me ofrecía un habano, un whiskey con hielo y un aviso, comprendí a la perfección una explicación bastante aproximada para llamar a aquella ancha calle el “Barranco del abogado” cuando sus robustos muchachos trajeron en agónicas y rudas volandas al bueno de Michael Santana. Bueno hasta hacía poco, al menos. Me resultaba difícil volver a imaginarle como el eficiente letrado que, en teoría, había sido mientras pataleaba y gimoteaba con aquella bolsa oscura en la cabeza. Era más sencillo, en realidad, tantear el por qué sin preguntarlo: un mal negocio en los caballos, alguna indiscreción fiscal, una relación estrecha de más con la Policía o una lengua inquieta y traicionera. Y aunque, en principio, esa lujosa y amplia avenida ya guardaba muy poco de un despeñadero, los chicos gorila de Capralli la devolvieron gentilmente a sus orígenes nominales gracias a un decimoquinto piso y a una generosa caída libre. Toda de cabeza, y toda hacia abajo.