- ¿Ahora?
- No.
Punción. Grito.
- Bien. ¿Y ahora?
- No… No.
Jarabe. Arcada.
- ¿Ahora?
- ¡He dicho que no! ¡No, maldita sea!
Los doctores del ministerio se observaron entre ellos
con aséptica contrariedad; una ceja más curvada de lo habitual, unos dedos
temblorosos bajo el guante desinfectado. Después de toda una mañana de
inyecciones e ingestas de revolucionarios y novísimos compuestos que acabarían
para siempre con la lacra de la apatía y el desespero nacionales, los
resultados no podían calificarse de otro modo que decepcionantes y estériles. No
se habían apreciado cambios significativos en ningún paciente, al menos cambios
psíquicos, porque los físicos habían actuado, según lo planeado, con rapidez:
Sellados los lacrimales y bloqueados diecisiete músculos faciales, todos los otrora
llamado voluntarios eran la viva imagen de la dicha. Pero el espíritu no parecía
acompañar estos cambios. La felicidad era constantemente negada y rechazada. Tal vez, después de todo, la ciencia tuviera
que claudicar, hincar la rodilla y reconocer que no era capaz de regalar al
pueblo llano e ignorante de sus virtudes la felicidad permanente. Reconocer que
no podía abarcarlo todo. El fracaso.
Aquello, por supuesto, era a todas luces imposible. Así que los doctores optaron
por el último tratamiento, el de choque y urgencia, e hicieron llamar al hombre
con el martillo que tan bien sabía dónde estaban todos y cada uno de los huesos
de los pies.
- ¿Y ahora?
Ninguno de los doctores había previsto antes sudores
fríos, pupilas desbocadas y gimoteos indescifrables como síntoma previo al
éxtasis anímico. Nunca habían considerado la posibilidad de que se quisiera
huir de pura felicidad. Pero así fue.
- ¡Sí! ¡Sí! ¡Ahora sí! ¡Se lo juro! ¡Soy feliz! ¡Soy
inmensamente feliz! ¡Créanme! ¡Nunca he sido tan feliz! ¡Suelte el martillo,
míreme la cara! ¡Soy TAN feliz!
Al fin, se congratularon en aséptica celebración. Esto
es. Esto ha sido siempre. Al fin este rostro feliz tiene las palabras a su
medida.
Anote los resultados, hora y fecha.
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