A veces, por unos instantes, paro el mundo. Nadie
sabe que puedo hacerlo, y nadie se percata después. Si deseo silencio, lo quiero;
y si lo quiero lo ordeno. No necesito susurrarlo. Entonces cojo al mundo por la
garganta, apenas corto su respiración entre el índice y el pulgar, y todo se
detiene a mi alrededor, como un lienzo con profundidad. Frenado en seco sin
chirrido, sin atropello ni drama. Y yo suelo quedar en el centro de ese
Universo detenido. Una gota de lluvia, haciendo las veces de avanzadilla, a
punto de impactar en una imprudente cabeza calva, detenida a milímetros de la
piel; una pelota pegada aún al empeine del pie de un niño, asfixiada toda
posible aceleración y potencia. Un escuadrón de palomas recién levantado el
vuelo. Las intenciones y ánimos clavados en los rostros, sin mutación. Amor,
indiferencia, simpatía. La alegría y la cólera convertidas en apatía inmutable.
Lo detengo todo cuando quiero y permanezco entre el bosque de miradas cruzadas
y secas, y de ojos necesitados de colirios.
Reprimo la tentación de hacer y deshacer a mi antojo.
Me suele bastar con saber que el mundo es mío. No hago nada más que escuchar el
silencio y el vacío, saciándome de ambos. Alguna vez escudriño el lienzo,
buscando alguna mirada delatora, alguna conciencia consciente y atrapada. Que
me observe y lo sepa. Guardo alguna esperanza, hasta hoy vana. Soy un secreto.
Disfruto del silencio hasta que me abruma. Suelto la
garganta, dejo correr el aire, y el mundo vuelve a moverse sin saber que he
estado observando su inacción, que he sido testigo de excepción. Y yo,
contenido, pienso que si quisiera…
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