Henchida de orgullo, la escritora preguntó a sus
fieles lectores si estaban disfrutando de la lectura de su más preciada obra. Y
los lectores, inclinados sobre sus respectivos ejemplares, fieles a la fuerza
por los esparadrapos que tiraban de sus párpados, pudieron asentir gracias a
que la escritora, dentro de la inmovilidad general que les había impuesto,
permitió que sus cuellos se movieran.
Sabía que les iba a encantar.
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