La escena fue la siguiente: el duro e impasible investigador
policial tiró con desdén su cigarrillo a medio fumar, entró con grandes y
poderosas zancadas en la escena del crimen y se detuvo a pocos pasos de la
oveja muerta, que yacía aún así angelical. Entonces dirigió una pétrea mirada
al corro de pastores que la rodeaban, todos ellos con miradas huidizas y
extraviadas, manos tras la espalda y pies replegados, y preguntó sin ambages ni
rodeos:
“Está bien, ¿quién ha sido?”.
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