Hacía frío allí donde dormía. Me di cuenta cuando, al
poco de pisar su suelo por vez primera, mis hombros ateridos fueron a rozar mis
orejas casi sin darme cuenta. Hacía mucho frío, y el aire, al salir de la boca,
se volvía visible donde él dormía. Pero nunca le vi tiritar, ni justificarlo a
las visitas, que habría sido lo corriente. No, al contrario. Se regodeaba en
ello, en silencio, y respiraba profundo, guardándose todo lo posible en la tráquea.
Piel siempre descubierta, pies siempre descalzos. Y hacía tanto frío, donde él
dormía.
Por qué. Qué pregunta. Corría sangre por sus venas, explicó
una vez con cierto fastidio, y aquel calor, más que suficiente, le parecía
ya excesivo.
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