Y venían, claro. Por supuesto que venían, y pasaban
delante de mí en hilera, ceremoniosos y con altísima solemnidad; y me veían, de
eso no hay duda. Pero solo por estar yo allí (dirían ellos que de casualidad), y no por ser yo el que
estaba allí. Siendo yo, por tanto, incidental y no motivo. Así que ellos
pasaban ante mí, y apenas gastaban pupila y parpadeos en recorrer mis recovecos
de piedra y mis cinceladas centenarias. No, porque lo guardaban todo para ella.
La Historia me dio nombre, sospecho ahora que por
obligación, y los demás al minuto se deshicieron de él, por inservible. Yo no
necesitaba más que un desdeñoso “otro”
porque ella sí que tenía un nombre, unos honores, un pasado, y yo era, sin más,
complemento a todos ellos. Todas mis atenciones eran derivadas, comprendí. Que
yo solo era antesala innominada, aparejo superfluo. Nada más que un “otro”.
Que no me miraban a mí, si no era porque en realidad
querían mirarla a ella.
Y supongo que, por cierto rencor o por la imposición
de los cuellos de mármol (no lo sé), desde hace siglos no nos miramos, ella y
yo.
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