Finalmente se
dignó a aparentar que lo que menos le importaba era la orquesta, la virtuosa y
exquisitamente clásica orquesta. Apenas separó los labios carmesíes y apoyó la
mejilla en el índice y en el corazón. Aceptó el ofrecimiento, la copa, los
halagos, la atención y la charla, pero le advirtió desde el principio que
trataría de seducirle (de ese modo tan encantador, como si no en realidad no lo
pretendiera), con la única finalidad de que, en el frío absoluto de la noche,
unos amigos le arrancaran alguno de
sus riñones de la espalda, quizá y si eran amables el que menos necesitara de
los dos, camuflando el dolor y la fechoría en el casi seguro sopor del alcohol.
Y de sus ojos.
Más seguro aún.
Dijo que sí, tuvo
que decir que sí, porque era tan, tan bella. Tan irresistiblemente bella. Bellísima.
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