“Está bien, muchachos”, dijo el capitán, puro llameante
en labios y mano en cinto, a sus expectantes nuevos agentes. “Lo que estáis a
punto de ver, tras esta misma puerta, puede que os haga replantearos el futuro.
Puede que esta noche no cenéis, y que tengáis que abrazar a vuestros hijos.
Puede que revuelva vuestras entrañas. Todas ellas”.
Y los expectantes nuevos agentes asintieron, tragaron
salivas y aflojaron los cuellos de sus camisas de uniforme a la fría luz
nocturna de las sirenas policiales. El capitán, tras una última bocanada de
humo y en una portentosa demostración de poderío, abrió de una patada la puerta
de la morada. Al otro lado, la pacífica familia observó en silencio la tromba
policial. Atragantada la cena, perdido el interés en el televisor. Como se
suele decir, sobrecogida.
Y los agentes, desconcertados, observaron al capitán.
Capitán, dijeron. Aquí, en fin, esto no es, ya sabe, ellos están, bueno, vivos.
Bien. Intactos.
“Exacto”, contestó el capitán, puro llameante en
labios, mano en cinto.
“Esto se llama desempleo”.
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