Desesperado por el alarmante e imparable avance de la sodomía entre las filas de su
piadosa congregación, el párroco, luego de las debidas oraciones y ruegos, coqueteó
con un argumento final y contundente que acabó esgrimiendo durante la última
misa, y tomando fuerzas del vino, a la postre también la sangre del Salvador,
exhortó a la multitud de beatas y de temerosos del Creador a que abrieran bien
la mente ante las divinas advertencias.
«¿Acaso Oscar Wilde podía arrojar fuego y azufre?»,
preguntó con vehemencia, para desterrar a los falsos ídolos. Y mientras el
rebaño aún debatía la respuesta en sus fueros internos, el párroco terminó de
dar la lanzada, no fuera que aún se descarriara alguien.
«Nuestro Dios (vuestro también, hijos míos) sí»,
concluyó. «Podemos decir entonces que hablamos en el nombre de una autoridad
superior.
Alabado sea».
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