Mientras Don Joe Capralli me ofrecía un habano, un
whiskey con hielo y un aviso, comprendí a la perfección una explicación bastante
aproximada para llamar a aquella
ancha calle el “Barranco del abogado”
cuando sus robustos muchachos trajeron en agónicas y rudas volandas al bueno de
Michael Santana. Bueno hasta hacía poco, al menos. Me resultaba difícil volver
a imaginarle como el eficiente letrado que, en teoría, había sido mientras
pataleaba y gimoteaba con aquella bolsa oscura en la cabeza. Era más sencillo,
en realidad, tantear el por qué sin preguntarlo: un mal negocio en los
caballos, alguna indiscreción fiscal, una relación estrecha de más con la
Policía o una lengua inquieta y traicionera. Y aunque, en principio, esa lujosa
y amplia avenida ya guardaba muy poco de un despeñadero, los chicos gorila de
Capralli la devolvieron gentilmente a sus orígenes nominales gracias a un decimoquinto
piso y a una generosa caída libre. Toda de cabeza, y toda hacia abajo.
En Argentina necesitaríamos varios barrancos como esos para deshacernos de mucha, mucha, gente...
ResponderEliminarSaludos
J.