Tras meditar concienzudamente los pros y los contras
de cada posible elección, Verónica se decidió finalmente por unos guantes de
goma y los cogió del estante, aunque no sin una última y tímida reticencia. Aún
guardaba ciertas dudas sobre el color, cuestión en absoluto banal. Por un lado,
el amarillo le resultó demasiado llamativo y chocante; por otro, el rojo habría
sido demasiado obvio, hasta lo burdo. Un par de color rosa le pareció el culmen
del mal gusto y lo hortera, pero por suerte había encontrado refugio en el
siempre neutral y aséptico azul. El negro fue rápidamente descartado por ser
demasiado siniestro, digno de una parca malévola.
Con la compra finalmente decidida, aunque aún
tambaleante, Verónica desanduvo el camino hecho antes en el supermercado y
guardó cola pacientemente para llegar a la caja. Allí aprovechó para volver a
hacer cuenta memorística del resto de útiles de limpieza. Le tranquilizó
comprobar que contaba con todo lo demás en casa. También una conocida y alegre
canción que sonaba por la radio del establecimiento, y que le ayudó a obviar a
la irritante señora que retrasaba el resto de la cola con peticiones absurdas. Verónica
se mantuvo al margen de los murmullos impacientes de sus conciudadanos, consciente
de que en realidad apenas tenía prisa, y para su desgracia pensó otra vez en
los guantes. Aún estaba a tiempo de salir de la cola y recoger otros, pero se
aferró con fuerza a la correa del bolso, conteniéndose. Todo estaba bien como
estaba. Los cambios pocas veces obraban en beneficio de los impacientes.
Mientras pagaba los guantes trató de buscar en los
ojos del cajero una mirada de aprobación, una prueba tácita de la buena calidad
de la compra. Solo encontró automatismo laboral, como solía ser habitual, pero
aún así agradeció el servicio. Todo lo demás, al fin y al cabo, no habría
conseguido otra cosa que retrasarla tontamente. Tenía todo lo que necesitaba.
Pero hubo quien no estuvo de acuerdo en eso..
Verónica, demasiado sumida en sus propias dudas sobre
la resistencia y el color de los guantes, no los vio llegar hasta que fue
demasiado tarde. Apenas le quedaba un paso para salir del supermercado cuando
se encontró casi totalmente rodeada por tres personas y varios ingenios
electrónicos en una emboscada burda e indeseable que la dejó sin habla, aunque
se le amontaran en la boca las primeras y fútiles palabras.
La que parecía ser la cabecilla de aquel atentado
contra la libertad ambulatoria, una joven que sonreía como si tuviera los
carrillos grapados y vestía de un modo inconfundiblemente corporativo, fue la
que empezó el asalto, abalanzándose sobre ella para dejar claro que la retirada
no era una opción. Los otros dos hombres, cargando al hombro con sendas
cámaras, parecieron crecer un metro o dos cuando se inclinaron hacia Verónica.
- ¡Señorita, señorita! Estamos promocionando un nuevo
producto de higiene para el aseo. ¿Le importaría que la acompañáramos a casa
para probarlo en su baño?
Aún muda, con la boca entreabierta, Verónica trató de
rehacerse, de empezar a trazar líneas rojas antes de que la cortesía fingida
volviera a ganarle la mano; frunció el ceño y miró con sincera e intencionada severidad
a aquel invasivo grupo publicitario.
- Por supuesto que me importa. No.
Pero ellos se mostraron bastante más irreductibles de
lo que Verónica en un principio había creído.
- ¿Entonces…? – insistió la mujer, sin perder la
afabilidad corporativa de la cara.
- Déjenme tranquila – contestó Verónica con mucha
menos sutileza, sintiéndose más incómoda a medida que se acercaban más curiosos.
- No será ninguna molestia… ¿Nunca ha querido
deshacerse de esas horribles marcas negras cerca de la ducha? ¿No ha querido…?
- ¡Que me deje, le he dicho! ¡No! ¡Déjenme en paz!
Con una repentina y asfixiante sensación de
claustrofobia, Verónica se aferró con más fuerza a la correa del bolso, bajó la
cabeza y se abrió paso como pudo hasta que notó la liberadora sensación del
aire libre. Caminó deprisa con la sensación de que aún no se había librado
completamente del yugo publicitario, e hizo bien, porque el regimiento de
limpieza forzada, seguramente inquieto por una negativa tan rotunda y enérgica,
además de inesperada, aún la siguió algunos metros, angustiando hasta lo
indecible a Verónica, que apretó el paso progresivamente hasta terminar, para
su sorpresa, casi corriendo. Cuando al fin los dejó atrás, los jadeos de su
cuerpo sofocado le resultaron muy bien amortizados.
No se dio tiempo para recuperar el ritmo de la
respiración, creyendo que podrían volver a aparecer en cualquier momento, tal
vez de debajo de sus zapatos, preguntando con insistencia si nunca se había
sentido acorralada por las manchas de chicle en las suelas. Con la permanente
vista atrás para comprobar que no la estaban siguiendo, Verónica volvió al fin a
la tranquilidad del hogar, el mismo que aquellos entrometidos desaprensivos
habían querido traspasar. Sintiéndose más a salvo, disfrutó durante un par de
minutos de la soledad y la sombra del portal. Al empezar a girar la llave en la
cerradura, Verónica escuchó desde el otro lado de la puerta el insistente
maullido de Carmina. La fiel y
afectuosa gata la recibió con las carantoñas y ronroneos de costumbre. Verónica
respondió adecuadamente a los cariños del felino, pero la reprendió cuando
comprobó que algunos arañazos habían rasgado las bolsas de basura amontonadas sin
orden en el recibidor. Carmina, aún así, siguió merodeando alrededor de ellas.
Un dedo solitario y cada vez más engarfiado que asomaba por uno de los
desgarros parecía llamar mucho su atención.
Verónica colgó el bolso en el perchero y trató de
apartar al minino de las bolsas con la punta del pie, pero como de costumbre desistió
pronto, cediendo a la testarudez del animal. De camino hasta el baño, recogió
la lejía y algunos útiles más necesarios para la limpieza. La gata, distraída
al principio con las falanges, siguió después a su dueña con curiosidad, aunque
el incipiente olor a desinfectante terminó por dejarla al margen.
Verónica encendió la luz del aseo, y permaneció
parada en la puerta, estudiando la escena. De algún modo aún quedaba allí un
insistente goteo que desde lejos venía sacándola de quicio, pero estaba
decidida a poner fin a todo eso. Sacó el par de guantes azules del envoltorio y
se los puso estirando todo lo que pudo la goma, con su relajante e
inconfundible sonido. Luego se ajustó adecuadamente la mascarilla en el rostro
y buscó el estropajo que había dejado horas antes en el lavabo.
Suspiró pesadamente y pensó que, en realidad, aquel
nuevo y revolucionario producto, cualquiera que fuera, le hubiera venido bien. Aún
tenía por delante la tediosa tarea de limpiar la bañera, completamente teñida
de sangre seca.
Gracias por el comentario, Marta. Por alusiones, puedo entender que sobre esa última frase. De hecho, se añadió cuando todo lo demás ya estaba listo. Pero yo necesitaba ahí esa sangre seca.
ResponderEliminarEspero que te guste el resto del sitio. Un saludo.
Y, con la sangre seca, cualquier ayuda en bienvenida.
ResponderEliminarSaludos
J.