El ascensor era
lento. Deliberadamente lento, dijo Víctor. Fue más una suposición que una
certeza. Porque nadie, añadió, está realmente seguro de cómo ha funcionado
nada. Y lo creyó deliberado Víctor por una mera cuestión práctica, un coto al
escapismo. Es lo que él habría hecho, si se le hubiera encargado la tarea de
atar de pies y manos a la nación. Y es que si alguien hubiera conseguido lo que
se suponía imposible, forzar la puerta de su propio confinamiento, una vez
saltadas todas las armas y activados todos los mecanismos de represión,
utilizar ese lento artilugio para huir habría sido totalmente contraproducente.
Pero sólo era eso, una suposición. También una manera de matar el tiempo. El
aislamiento no había erradicado totalmente uno de los trámites más amargos e
incómodos de la Historia humana: la reclusión compartida y obligada en un
ascensor. Lidia sólo respondió una tímida mueca y una mirada apenas de reojo.
- Entiendo –
dijo Víctor – que no ha sido una suposición especialmente interesante. Nunca lo
he sido, en realidad.
- No, disculpe –
Lidia negó con la cabeza -. Creo que tiene usted razón. Es que pensaba en otra
cosa, sólo eso.
- ¿La pintada?
La pintada, y su
mensaje. Lidia no había esperado otra cosa que un profesional y burocrático
silencio al respecto, tanto por parte de su compañero como por ella misma, y
así había sido. Ningún comentario, ninguna apreciación, pero en la soledad
absoluta de su cabeza se habían gestado multitud de interrogantes. Todos los
que no habían existido durante el confinamiento; las guías de cuarentena del
Gobierno habían insistido con mucho énfasis en la necesidad de no elucubrar, no especular, no imaginar.
Todo eso podía acabar destruyendo una mente solitaria y aislada. Y ella, más
por el convencimiento de su propia seguridad que por una fe ciega en las
virtudes de la obediencia, siempre quiso cumplir las normas, pero en ese
momento, ante aquella visión, notando por fin el frío del invierno en las
mejillas y por tanto una cierta tendencia a la liberación personal, elucubró,
especuló e imaginó. Retuvo el trazo desgastado del mensaje, tanteó sobre la
antigüedad del mismo, la aparente tranquilidad con la que alguien se lo había
tomado. Una clarísima violación de las leyes de cuarentena, ante sus ojos, y
ante el trabajo más importante de su vida.
- La pintada,
sí.
Víctor ladeó
despacio la cabeza a un lado y a otro, y aquello pareció ser todo. Muy contenido
y profesional. Muy burócrata.
- ¿Alguna
suposición al respecto? – preguntó Lidia.
- Hay una más
clara que las otras, si entiende por dónde voy.
- Lo hicieron después
del confinamiento.
Si podía
quedarse con una certeza, Lidia elegiría esa. Un año no había sido ni
remotamente suficiente para borrar de su memoria los últimos instantes de
sociedad, y los primeros pasos al individualismo, pese a que, igualmente, todas
las guías gubernamentales al respecto habían aconsejado olvidarlo y “pasar
página”, un ejercicio de amnesia voluntaria y forzada como medida para evitar
desagradables episodios de estrés post-traumático y males similares; pero ella,
y suponía que también todos los demás, aún recordaba: largas filas de a uno,
policía militarizada allí donde se pudiera dejar la vista. Armas y focos, mucho
de ambos. Manos pegadas al cuerpo, vista al frente y cuerpo erguido, disparos
al aire, la voz estridente de los megáfonos llamando al orden y a la paciencia.
Nadie habría podido pintar nada entonces sin arriesgarse a las más sinceras
atenciones de la autoridad vigilante.
- Parece lo más
evidente – dijo Víctor.
- No me gusta lo
que significa eso, sea más o menos evidente.
- Tampoco a mí.
Si alguien hizo eso…
- O no todas las
puertas se cerraron bien – continuó Lidia -, o no se aisló a todo el mundo.
- O quizá ambas.
No sabría decirle. La información fue limitada en las semanas anteriores, no sé
si lo recuerda. Incluso para nosotros. Hubo una gran problemática en las zonas
más rurales, apartadas… Fuera de los núcleos urbanos, en fin, todo se complicó
mucho.
La inspectora lo
vio claro entonces, llegó a ella una oportuna clarividencia: su partenaire se movía bien entre
eufemismos. Al contrario que ella, probablemente llevaba a sus espaldas una
férrea vida al servicio del ciudadano y la administración. Un servidor leal y
recto. “Se complicó”. Era la forma más cordial y ausente de conflicto de llamar
a los arrestos, arrastres y otras escenas propias de la brutalidad policial. De
nuevo llegaron a la cabeza de la inspectora los focos en la noche y los
disparos al aire, o más abajo. Algunas sombras cayeron en forma de bultos. Y
nadie pudo decir nada.
Se dio cuenta de
que, efectivamente, no había superado completamente aquel día, y de que aquel
condenado ascensor no llegaría nunca.
- Todo esto
también es nuevo para mí.
Parecía que
Víctor se excusaba por un reproche no verbalizado. Al fin y al cabo, cómo iban
a saber ellos nada sobre algo. Lidia se quiso hacer ver comprensiva, pero en
realidad intentaba ser prudente. ¿De qué conocía a este hombre? Hasta hacía
unas pocas horas había sido un completo desconocido. Evidentemente no iba a
dejarse llevar por una paranoia gratuita, aunque este incómodo efecto
secundario ya se había anunciado como posible una vez se retomara el contacto
con otros congéneres. Lo que a Lidia preocupaba, en realidad, era la posición
que ostentara aquel hombre en la organización para la que ambos en ese momento
trabajaban, a quién conocería, qué podría decir de ella, de qué podría hablar y
de qué no. Y le preocupaba también no poder dejar de preguntarse por qué sentía
que él era mucho más experimentado que ella. Por qué se estaba viendo como una
especie de advenediza.
Probablemente
nunca lo sabría, y en cierto sentido aquello la tranquilizó. Ya tendría que
analizar demasiados perfiles durante las próximas horas.
- No se preocupe
– respondió Lidia -. Tendremos que ir descubriéndolo. Juntos, usted y yo, hoy.
Víctor sonrió,
aparentemente satisfecho con esta breve terapia de grupo.
- Es usted
psiquiatra, ¿verdad, Lidia?
- Solía serlo,
sí.
- ¿Ya no?
- Es relativo.
El inspector
rió, lejos de la carcajada, pero aún así con indisimulada diversión.
- Creo que es
justo la respuesta que esperaba.
- Hace un año
que no veo a nadie – se justificó Lidia, aunque fuera a costa de lo que ella
misma consideró una obviedad -. Imagino que volveré a serlo cuando abramos la
primera puerta y haga la primera pregunta. Cuando tenga una primera conclusión,
entonces, podré volver a considerármelo.
- ¿Usted estuvo
en los primeros equipos de control?
Lidia asintió,
pero con reservas. No participó de los primeros estudios clínicos, pero sí fue
“llamada a filas” al poco tiempo de que todo trascendiera y se hiciera, más que
público, evidente la magnitud del problema. No era funcionaria, ni se llegó a
sentir como tal en ningún momento, pero se vio trabajando, y por momentos
pensando, como una. Una llamada brevísima, un par de reuniones con directores
generales de tal y subsecretarias de cual y, antes de poder caer en la cuenta,
estuvo involucrada en primera línea en lo que la política, con la pomposidad
habitual que con motivo se le atribuye, llamó “la mayor batalla de nuestra
sociedad”.
- Pude trabajar
los primeros casos del país – continuó explicando -, antes de que los números
empezaran a escaparse de todo control posible que nosotros pudiéramos aplicar.
- ¿Fue cuando le
pusieron aquel nombre? Tan aséptico. Tan literal.
- “Trastorno de
multi-identidad inducida” – apuntó Lidia -. O “Wattenberg-Kelsen”. Los
americanos ya lo habían bautizado unas semanas antes.
Y lo cierto es
que les pareció bien, continuó. Era, a grandes rasgos, de lo que trataba todo.
De la memoria tampoco se le terminaría de ir nunca el instante en el que
recibió de un colega de Boston el – por aquel entonces – interesante caso de un
hombre que afirmaba ser otros. Esto, en principio, no suponía el descubrimiento
de la pólvora; la historia clínica de la psiquiatría estaba escrita sobre
disociaciones de personalidad. Pero algunos elementos de ese caso en concreto
resultaron lo suficientemente llamativos a los primeros terapeutas que lo
trataron.
- Dejó de ser
tan interesante y tan llamativo cuando empezó a extenderse – apuntó Víctor.
- Estoy de
acuerdo. Nunca le he visto un interés morboso a mi trabajo, más allá de lo
estrictamente profesional.
- ¿Lo
infravaloró?
- Creo que todos
lo hicimos – confesó ella -. Vivir sobre las vanidades puede hacer que acabes en
la hoguera.
- Nos quemamos.
- Como cerillas.
Pero ya poco se podía hacer. No creo que fuera previsible. No a ese nivel –
enseguida Lidia tuvo la necesidad de excusarse -. No intento eludir ninguna
responsabilidad…
- No me lo ha
parecido. Lleva usted razón. Creo que alguien llegó a llamar a esto una
“enfermedad gregaria”. No me podría parecer un término más acertado, ¿no le
parece?
- Nunca lo he
pensado en aciertos o fracasos, si le soy sincera. Pero si quiere mi opinión
profesional…
- La quiero.
El concepto de
gregarismo aquí está muy diluido, sentenció Lidia. De hecho, diría que es
erróneo. Creo que en condiciones gregarias usuales esto jamás habría ocurrido,
pero no vivíamos en ellas. La exposición, y no la usual vida en sociedad, fue
la que nos llevo a esto. En todo caso, en cierto modo entiendo lo que hay tras
esa denominación, y no me parece lo peor que se ha dicho. Algún gurú fue
incluso un poco más lejos. Afirmó que habíamos llegado al “todos en todos”, a
la existencia plena, al fin del sufrimiento por la individualidad.
- Un “Nirvana
hoy” – aclaró Lidia, con más indolencia que sorna -. Y, en general, una
verdadera estupidez.
- Y fue tratada
como tal – apuntilló Víctor.
La recién y
puntual frialdad en su compañero desconcertó durante un segundo a Lidia.
Recordó esos “tratamientos”, también con más viveza de la que se habría creído
capaz. Los grandes males siempre fueron acompañados de grandes exaltaciones: le
vinieron a la memoria grandes multitudes clamando el advenimiento de una nueva
era, un nuevo estadio en la evolución, el fin de todo el sufrimiento y la “empatía
suprema”. Se formaron comunas, y en ellas se aceptaron con total naturalidad estas
“personalidades prisma”, como se llegaron a llamar. Voces de importancia
empezaron a alzarse manifestando no ser nadie, y ser todos a la vez. Estas
muestras de fervor despertaron en un inicio algunas simpatías ciertamente
condescendientes, incluso entre autoridades, que las vieron desde arriba con
una ligera indiferencia; mejor eso que la histeria, se llegó a decir. Pero cuando
ese fervor se empezó a tornar histérico, y cuando se dieron las primeras y más inflamadas proclamas llamando a la
resistencia contra las medidas gubernamentales, la simpatía se disipó. Hubo
ametralladoras, pensó Lidia, forzándose a no decirlo en voz alta, y se tiñó de
bermellón todo ese aire pacifista y new
age con el que algunos habían intentado hacer más llevadera la crisis. Al
decretar confinamiento y aislamiento no se mencionó al Nirvana. De un modo u
otro, la palabra quedó oficiosamente proscrita para la posteridad.
Los tecnófobos,
por su parte, entraron en una suerte de cruzada iconoclasta. Más agresivos, más
vindicadores. Inmunes, llegaron a llamarse, haciendo suyo una especie de
lenguaje vírico que caló muy bien. Tecnófobos asaltando tiendas de electrónica,
quebrando pantallas con trozos de calzada, llamando al apagado general.
Lidia se
preguntó qué habría sido de todos ellos, y habría escarbado aún más en la
memoria de días truculentos y convulsos, los últimos de libertad, pero el
ascensor se detuvo con sonido metálico especialmente crudo al llegar a la
última planta del bloque. Las puertas se abrieron a ambos lados con poca ceremonia.
Y aún menos pompa aguardaba en el pasillo que se extendía ante ellos. Una
decoración de gris cemento que, con buen criterio, nadie se había molestado en
decorar. Ninguna ventana ofrecía la esperanza de un breve vistazo al exterior.
Aquellos eran bloques de confinamiento, edificios construidos con el único
propósito de aislar, tumbas insonorizadas para pequeños faraones de aquel
siglo. En aquel momento, ambos inspectores ya debían estar bien prevenidos
contra el ascetismo impuesto de este nuevo mundo. Ya debieron entender que no
podrían encontrar otra cosa. Pero, aún así, Lidia no pudo evitar sentirse
sobrecogida al pensar que, detrás de cada robusta y maciza puerta sin pomo ni
manillar habría una vida, deseando su aprobación para salir de allí, al fin.
- De acuerdo –
dijo Víctor, en voz baja, como si temiera ser escuchado por los inquilinos,
aunque fuera imposible -. Organicémonos, si le parece. Tenemos asignados todos
los números de esta planta. Sugiero seguir un estricto orden numérico.
- No tenemos
datos detallados de cada situación individual actualizados – había algunas notas
de reproche en la simple información -. Apenas pinceladas. No podemos
discriminar, en ningún sentido. Estoy de acuerdo con usted, Víctor. Hagámoslo
así.
- Los protocolos
están claros.
- Muy claros.
- Excelente.
Vamos.
Ambos
inspectores se dirigieron con paso pretendidamente firme a la puerta número
uno, como todas las demás una verdadera lápida gris solamente decorada con un
pequeño lector. Al tiempo, sacaron sus tarjetas, imprescindibles ambas para
abrir, por vez primera en un año, aquella prisión individualizada. Otro mundo
posible existía al otro lado. Un breve universo paralelo a punto de quebrarse.
La nada o el todo. La negación humana suprema, pensaron ambos inspectores, con
diferentes palabras y por diferentes vías.
La idea les dejó
sumidos en unos minutos de silencio. Entendieron que ya apenas importaban, que
probablemente nunca fueran a ser reclamados. El tiempo se había vuelto más
elástico que nunca.
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