sábado, 21 de marzo de 2020

Totum Revolutum (I)



Fue hasta el espejo y dijo:
- Me llamo Casandra.
Se nombró con decisión y firmeza, porque estaba segura de llamarse así. No le cabía ninguna duda, no podía llamarse de otro modo. Quizá en otro tiempo no tan lejano, en uno de mucha más confusión y mixtura, cuando cualquiera podía ser cualquier otro. Pero eso había quedado atrás. No podía ser nadie más que ella. Otra cosa, otra posibilidad, sería sin duda absurda. Haría estéril la cura. Solamente era ella la que aparecía en el espejo. Para terminar de convencerse, aunque se había convencido de no necesitarlo, lo repitió:
- Mi nombre es Casandra.
Sí. Ese era su nombre. Ella era Casandra. Sin poder contenerlas, precedidas de un también independiente y casi rebelde temblor de labios (aunque dulce rebelión, por otro lado), asomaron al fin las primeras lágrimas de pura felicidad. Esas mismas lágrimas arrastraban memorias, memorias de ella misma, de Casandra, vivencias propias e imágenes personales, intimísimas. La infancia, el amor, los quebrantos de la razón y del corazón. Dónde estuvo, con quién, qué vio, qué deseó ver y dónde quiso estar. A quién deseó. Cuándos, enternecedores cuándos. Todo aquello que le pertenecía, al fin, aislado de todo lo demás. De todos los demás. Lo que la convertía en persona separada y no en un aborrecible ser siamés. Y tras secarse las lágrimas que le anegaron las mejillas dijo, sin apartar la mirada firme y serena del espejo:
- Soy Elvira.
Entonces apareció otro rostro en el espejo, el de Elvira, y llegó el grito mudo. La mandíbula desencajada amagó con escindirse, y las manos súbitamente sudorosas resbalaron del respaldo de la silla al que antes nerviosamente se asían. Luego las rodillas temblaron, y en adelante no pudieron sostenerla. Horrorizada, se echó al suelo, dejándose hacer por la gravedad, el inmovilismo y el terror, perdiéndose de vista. Como si huyera (y huía, por supuesto, pero no podía saber exactamente de qué, o mejor dicho de quiénes, aunque lo intuía), retrocedió torpemente hasta una esquina de la habitación, buscando salida y parapeto. Mantuvo la cabeza gacha, los ojos cerrados y el cuerpo encogido y replegado. Allí permaneció agazapada, dejando pasar el tiempo, por si hubiera suerte y ese mismo tiempo se olvidara de ella. En realidad su única y última esperanza era esa, ser olvidada. Si no podía mirar a los espejos, los espejos tampoco podrían verla a ella. Los espejos de las paredes, los del suelo, los espejos del techo. También los espejos quebrados a golpes, algunos manchados de sangre seca. Todos esos espejos puestos allí años atrás para decirle quién era en realidad, que ella entonces temía y repudiaba sin saber bien por qué. Estaba muy asustada y, peor aún, muy desmoralizada. En realidad, pensó, podría ser muy sencillo. Solo tendría que abrir los ojos, deslizarse no más de cuatro o cinco metros y alcanzar la placa identificativa. Eso lo terminaría todo. No sería esa, ni ese, ni aquel. Jamás habría hecho esquí en el Pirineo, ni se habría fotografiado con una familia ajena en un Oktoberfest bávaro. No añoraría mascotas que nunca tuvo, ni recordaría besos y abrazos que jamás le dieron. Sería tan sencillo como arrastrarse hasta la placa, apenas alzarse, y mirarla. La placa le diría todo. Su nombre, sus apellidos, su edad, dónde había nacido, quién fue su padre y quién fue su madre. Sus hermanos y hermanas, si los hubo. La placa le diría todo lo necesario. Y ella creería todo lo que dijera la placa, porque siempre decía la verdad. Era la última confidente. La única amiga. La placa identificativa. Eso dijo siempre la publicidad.
“Es lo que eres”.
Entonces pensó, ¿cuántas veces había mirado la placa en el último año? O, mejor dicho, ¿cuántas veces había vuelto a ser otras personas, y entonces la había necesitado, aferrándose a ella como única forma de conservar la razón?
Y (o “pero”), ¿de qué había servido? La espinosa concatenación de interrogantes llevó a uno último, amargo y descorazonador. ¿Acaso le había fallado la placa?
De la flaqueza sacó la fuerza necesaria para abrir los ojos y ver. Sobre la puerta sellada del apartamento el reloj no dejaba de correr y contar, señal de que el tiempo no se había olvidado de sus responsabilidades. Tampoco las olvidarían otros tantos. La cuarentena terminaría dentro de unas pocas horas. Aún no estaba lista. Aún era cualquier otra persona. No era nadie. Era todos.
Los espejos devolvían una cara diferente tras cada parpadeo.
Tembló.

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