Fue hasta el
espejo y dijo:
- Me llamo
Casandra.
Se nombró con
decisión y firmeza, porque estaba segura de llamarse así. No le cabía ninguna
duda, no podía llamarse de otro modo. Quizá en otro tiempo no tan lejano, en
uno de mucha más confusión y mixtura, cuando cualquiera podía ser cualquier
otro. Pero eso había quedado atrás. No podía ser nadie más que ella. Otra cosa,
otra posibilidad, sería sin duda absurda. Haría estéril la cura. Solamente era
ella la que aparecía en el espejo. Para terminar de convencerse, aunque se
había convencido de no necesitarlo, lo repitió:
- Mi nombre es
Casandra.
Sí. Ese era su
nombre. Ella era Casandra. Sin poder contenerlas, precedidas de un también
independiente y casi rebelde temblor de labios (aunque dulce rebelión, por otro
lado), asomaron al fin las primeras lágrimas de pura felicidad. Esas mismas
lágrimas arrastraban memorias, memorias de ella misma, de Casandra, vivencias
propias e imágenes personales, intimísimas. La infancia, el amor, los
quebrantos de la razón y del corazón. Dónde estuvo, con quién, qué vio, qué
deseó ver y dónde quiso estar. A quién deseó. Cuándos, enternecedores cuándos. Todo
aquello que le pertenecía, al fin, aislado de todo lo demás. De todos los
demás. Lo que la convertía en persona separada y no en un aborrecible ser
siamés. Y tras secarse las lágrimas que le anegaron las mejillas dijo, sin
apartar la mirada firme y serena del espejo:
- Soy Elvira.
Entonces
apareció otro rostro en el espejo, el de Elvira, y llegó el grito mudo. La
mandíbula desencajada amagó con escindirse, y las manos súbitamente sudorosas
resbalaron del respaldo de la silla al que antes nerviosamente se asían. Luego
las rodillas temblaron, y en adelante no pudieron sostenerla. Horrorizada, se
echó al suelo, dejándose hacer por la gravedad, el inmovilismo y el terror, perdiéndose
de vista. Como si huyera (y huía, por supuesto, pero no podía saber exactamente
de qué, o mejor dicho de quiénes,
aunque lo intuía), retrocedió torpemente hasta una esquina de la habitación, buscando
salida y parapeto. Mantuvo la cabeza gacha, los ojos cerrados y el cuerpo
encogido y replegado. Allí permaneció agazapada, dejando pasar el tiempo, por
si hubiera suerte y ese mismo tiempo se olvidara de ella. En realidad su única
y última esperanza era esa, ser olvidada. Si no podía mirar a los espejos, los
espejos tampoco podrían verla a ella. Los espejos de las paredes, los del
suelo, los espejos del techo. También los espejos quebrados a golpes, algunos
manchados de sangre seca. Todos esos espejos puestos allí años atrás para
decirle quién era en realidad, que ella entonces temía y repudiaba sin saber bien
por qué. Estaba muy asustada y, peor aún, muy desmoralizada. En realidad,
pensó, podría ser muy sencillo. Solo tendría que abrir los ojos, deslizarse no
más de cuatro o cinco metros y alcanzar la placa identificativa. Eso lo terminaría
todo. No sería esa, ni ese, ni aquel. Jamás habría hecho esquí en el Pirineo, ni se habría
fotografiado con una familia ajena en un Oktoberfest
bávaro. No añoraría mascotas que nunca tuvo, ni recordaría besos y abrazos
que jamás le dieron. Sería tan sencillo como arrastrarse hasta la placa, apenas
alzarse, y mirarla. La placa le diría todo. Su nombre, sus apellidos, su edad,
dónde había nacido, quién fue su padre y quién fue su madre. Sus hermanos y
hermanas, si los hubo. La placa le diría todo lo necesario. Y ella creería todo
lo que dijera la placa, porque siempre decía la verdad. Era la última
confidente. La única amiga. La placa identificativa. Eso dijo siempre la
publicidad.
“Es lo que
eres”.
Entonces pensó,
¿cuántas veces había mirado la placa en el último año? O, mejor dicho, ¿cuántas
veces había vuelto a ser otras personas, y entonces la había necesitado,
aferrándose a ella como única forma de conservar la razón?
Y (o “pero”), ¿de
qué había servido? La espinosa concatenación de interrogantes llevó a uno último,
amargo y descorazonador. ¿Acaso le había fallado la placa?
De la flaqueza
sacó la fuerza necesaria para abrir los ojos y ver. Sobre la puerta sellada del
apartamento el reloj no dejaba de correr y contar, señal de que el tiempo no se
había olvidado de sus responsabilidades. Tampoco las olvidarían otros tantos. La
cuarentena terminaría dentro de unas pocas horas. Aún no estaba lista. Aún era
cualquier otra persona. No era nadie. Era todos.
Los espejos
devolvían una cara diferente tras cada parpadeo.
Tembló.
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