Lo primero que
hizo la inspectora al poner pie en la calle por primera vez en un año fue
respirar aire limpio.
Así se convenció
de que había merecido la pena no perder la cabeza.
Amanecía en
enero, así que además era aire frío. Todo eso fue muy agradecido a nivel
sensitivo. La inspectora se tomó su tiempo en el sencillo ritual, consistente
solo en respirar, y nada más. Era un capricho prometido a cambio de paciencia y
honestidad: respirar, al fin, aire real, sin que antes hubiera pasado por
filtros ni conductos estructurales de ventilación. Y, aunque la inspectora era
muy consciente de la intensa jornada de trabajo que le esperaba a lo largo y
ancho de toda una ciudad enclaustrada, no quiso dar ni un paso en el exterior
sin apropiarse durante unos segundos de un poco de aire antes que los demás.
Era una privilegiada, por una cuestión de minutos y horas, y lo sabía. Muchos
habrían hecho cualquier cosa por la acreditación que ella guardaba en el
abrigo, pegada al costado, cerca del corazón. Habrían matado, o se habrían
sacado los ojos, por tener en sus manos, aunque solo fuera durante unos minutos,
el documento que la autorizaba a abandonar provisionalmente la cuarentena. La
inspectora, no obstante, era muy consciente de que todo privilegio conllevaba una
responsabilidad, especialmente cuando ese privilegio recaía sobre una materia
tan sensible. La responsabilidad de la inspectora era apremiante, muy urgente,
pero no podría llevarla correctamente a cabo si no hacía suyo durante unos
minutos el aire gélido de la libertad. Y lo hizo inmóvil, con la barbilla
temblando, conmovida por la simplicidad del albedrío y aterida, encogida de
frío, natural e inevitable, opuesto a aquel artificial y pretendido que pudo
escogerse en los apartamentos, y del que había perdido la costumbre. Benditos
pinchazos en la piel tensa. Bendito cielo negro apenas desgarrado por claros
tímidos, amenazando con lluvia todo él; sería muy bendita, también, la lluvia
sobre el rostro. Disfrutó calladamente de algunas memorias muy propias y muy
queridas que había recuperado en el confinamiento y que ahora volvían a ella:
una niña corriendo entre la hierba mojada, las rodillas mojadas en un río, la
brisa matutina y gélida antes de lanzarse en persecución del primer tren de la
mañana. Aguardó allí unos minutos, dejándose mirar por las cámaras de
vigilancia de la calle, con la esperanza de que empezara a llover en cualquier
momento. Ella apenas haría nada para resguardarse. Había tentado a la suerte
dejando el paraguas en el apartamento, pero aquello ya habría sido un
privilegio excesivo. Se conformó con el aire helado raspándole la garganta.
Responsabilidades.
Las lentes de las cámaras, fijas en ella, acudieron a recordárselas. Luego de
que el esparcimiento personal dejara sitio en su mente al trabajo, y de que
después se replegara ordenadamente hasta un momento más propicio, la inspectora
buscó la acreditación y la mostró, brazo en alto, a varias cámaras. La estaban
esperando, imaginó, porque se acercaba la hora prevista y acordada, pero quería
evitar malentendidos y riesgos. Como confirmación, las cámaras giraron
lentamente y apuntaron a otros puntos sensibles, volviendo a la silenciosa y
permanente vigilancia que habían llevado a cabo durante el último año, minuto a
minuto, tutelando el cumplimiento de la cuarentena.
La inspectora
volvió a comprobar entonces el bolso. Hizo recuento de todos los útiles
necesarios para las muchas pruebas que tenía por delante aquella mañana. Todo
estaba allí, en orden, aunque quiso pensar que, de haber olvidado algo, no
habría vuelto a buscarlo al apartamento. No volvería allí en días, en semanas.
Tal vez no volvería nunca, y cuando acabara su trabajo se perdería, empezaría a
andar sin ningún rumbo y se perdería durante años, hasta sentir de nuevo la
necesidad de un enclave.
Eso eran planes,
y durante mucho tiempo no había podido hacerlos. Tampoco había querido. Soñar,
añorar, desear en general, se desaconsejó activamente por la autoridad de
cuarentena en los prolegómenos del encierro. La inspectora, que empezaba a
temer que muchos y muchas no hubieran seguido con firmeza aquella indicación, también
había perdido la costumbre de eso, y sus anhelos eran generales y difíciles de
concretar. Durante los últimos meses no había tenido más horizonte real que la
pared del apartamento, y la ventana falsa incrustada en ella. Ahora, de
repente, en aquella mañana gris y fría de enero, la inspectora tenía ante ella
toda una calle, desierta y estrecha (pero ancha, a la vez, para lo que habían
sido sus estándares), que además terminaba en dos quiebros. Izquierda y
derecha. Se aferró a la correa del bolso y movió las puntas de los pies como
una niña pequeña que no se decide a coger el caramelo, porque intuye que hay
trampa y mucho cartón.
Pero en esa
calle, salvo ella y las cámaras, no había nada. Y eso estaba bien, porque de
otro modo su efímero privilegio no habría tenido ningún valor, y su consuelo
durante las interminables jornadas de confinamiento habría sido estéril y
absurdo. Responsabilidades, se dijo entonces la inspectora, que comprobó su
discreto reloj de pulsera. Empezó a caminar, rodeada de bloques de hormigón,
metal y un centenar más de otros tantos materiales destinados a confinar a la
ciudadanía en compactas y silenciosas unidades de Humanidad. Verdaderos
sarcófagos de sesenta plantas a punto de abrirse. Bloques idénticos y anodinos,
absolutamente sellados y desprovistos de cualquier seña que indicara vida en su
interior; pero había que reconocer que eran funcionales. Lo habían demostrado a
lo largo del interminable año de cuarentena, y ese fue el propósito inicial de
sus creadores. Contener allí a la enfermedad hasta que hiciera efecto la cura y
al fin todos, al unísono, pudieran llamarse de nuevo individuos.
Pero no todos
iban a superar la cuarentena. La inspectora, que había intentado no meditar en
exceso sobre la parte más amarga de su labor, no tuvo más remedio que traerla
de nuevo a colación cuando la imaginación le susurró al oído que al otro lado
de las paredes grises de los bloques había aún personas que, habiéndose
anunciado con suficiente antelación el final de la cuarentena, esperaban ansiosos
una liberación.
Luego de haber
avanzado unos pocos metros, como si la vida entera se le estuviera
desentumeciendo, el instinto más urbanita, soterrado tras años en el claustro, sugirió
que tendría que coger su coche para desplazarse hasta el punto de encuentro. Con
la mínima reflexión le pareció una idea ridícula, pero al menos le sirvió para
reparar, por vez primera de forma consciente, en las ordenadas hileras de vehículos
detenidos junto a las aceras, dejados allí en el preludio de la cuarentena;
muchos incluso antes, cuando sus propietarios olvidaron que los tuvieron, o
creyeron que les pertenecían los coches de otros.
Ella una vez
tuvo su propio coche, pero había olvidado cuál, concretamente, aunque estaba
segura de que tenía que estar allí, donde lo dejó minutos antes del inicio del
encierro. Creyó en un primer momento que podría ser cualquiera de aquellos, y
eso la llenó de una gran inquietud en la que no quiso profundizar. Decidió
seguir andando, obviando de vista y pensamiento todos esos pedazos de chatarra
y de pasado. Pero no pudo dejar de preguntarse hasta pasado un tiempo si
alguien acudiría a reclamarlos.
La inspectora
torció la primera esquina y desde ahí sintió que el mundo había cambiado para
siempre. Siguió de memoria unos caminos que había olvidado, y que unas horas
antes le habían sido suministrados junto al resto de directrices. Una corriente
de aire frío a su espalda la animó a caminar más deprisa. El mismo mundo, tal
vez harto de encontrarse despoblado y poco explotado, la empujaba también.
Cada calle era
idéntica a la anterior, merced de lo innecesarias que los diseñadores de los
gigantescos distritos de contención y aislamiento habían creído, y con razón, a
la estética y la floritura (no sin cierta ironía, si se consideraba el objetivo
final pretendido). Al fin y al cabo, según se había programado todo, nadie en
el exterior los iba a admirar, salvo quizá algunos mininos callejeros con un
nulo sentido artístico o arquitectónico.
Aún así, la
inspectora, por una extraña empatía que no había previsto, quiso distinguir en
cada avenida un universo distinto y personal oculto tras los muros mudos. De
nuevo la imaginación le animaba a darle una oportunidad a las individualidades.
Una veta de optimismo, como el aire frío de enero antes, la empujaba también a
caminar más deprisa. El sonido seco de sus zapatos rebotó infinitas veces entre
las paredes grises y los chasis de pintura desconchada de los vehículos. Durante
un tiempo que la inspectora no quiso concretar eso fue todo. A veces algún
furtivo claro de luz parecía servirle de foco, anunciando su presencia a un
auditorio de lentes cristalinas y cabezas metálicas giratorias, pero volvía a
ser engullido rápidamente por el cielo ennegrecido y el día volvía a ser una
vez más deliciosamente apagado y oscuro.
Durante un
tiempo elástico y de rumbo mecánico eso fue todo.
Se había
acostumbrado a la soledad en su nueva variante abierta y urbana, y además
bastante bien, con un ligero regusto placentero por el eco de su calzado y el
sonido del aire frío entre los bloques de edificios. Tal vez el proceso de
individualización había resultado excesivo, pensó no sin cierto temor, radical,
y se había convertido en una asocial. Porque había añorado el exterior, el aire
limpio y natural, el frío cortando los labios, la lluvia en la cara; pero
apenas había pensado en compañía alguna, y dudó sobre si realmente la deseaba. La
duda, aún así, era irrelevante. No tenía sentido, porque en cualquier caso se
le iba a imponer, la deseara o no. A fin de garantizar la veracidad y exactitud
de los resultados, la inspección se llevaría a cambo por parejas, y la otra
mitad de aquella responsabilidad surgió cuando ella pasó una última esquina y llegó
al punto de encuentro, una de las pequeñas plazas rectangulares que servían de
nudos para distritos de contención. Él ya estaba allí, probablemente porque se
retrasó menos que ella disfrutando de las virtudes meteorológicas y del sonido
que rebotaba contra el hormigón. La inspectora aguardó al límite de la plaza,
rozando la calzada con las puntas de los zapatos. Como esperando permiso para
entrar a una casa ajena. Civismo y urbanidad que regresaban también, aunque
distorsionados y con poco fundamento, después de meses en desuso por
innecesarios.
Ambos eran, para
el otro, las primeras personas que veían en un año. Las pautas oficiales para
los inspectores habían recomendado reducir al máximo las muestras de euforia o
emoción, y ambos las siguieron al pie de la letra. No solo por convicción, sino
también por pura indecisión y claras trazas de desconocimiento.
- ¿Lidia?
Lidia, retuvo la
inspectora, atrapando el nombre al vuelo antes de que también chocara contra
los muros de los edificios. Lidia. Solo una autómata la había llamado así en
los últimos años (“Buenos días, Lidia”. “Buenas noches, Lidia”. “¿Qué canal te
apetece sintonizar, Lidia?”. “¿Sol, lluvia, nieve? ¿Qué prefieres hoy, Lidia?”).
Claramente insuficiente para convencerse de nada; de hecho, la había silenciado
durante los últimos meses, harta de una voz desapasionada e impersonal, que se
refería en idénticos términos y con igual cortesía programada a miles de
millones de personas. Una voz indudablemente humana, no obstante, obró pequeños
y rápidos milagros. Alguien la estaba llamando. Y, con el corazón acelerado, se
sintió aludida. Su propia pregunta se deslizó entre sus labios mezclada con un
breve jadeo apenas perceptible.
- ¿Víctor?
Asintió
rápidamente, como si no quisiera hacerla esperar a ella, y mucho menos a las
cámaras, que observaban fijamente las presentaciones. La inspectora le encontró
tal y como había imaginado; y considerando su atrofiada imaginación, aquello no
podía ser halagador. Un hombre, y nada más, habría dicho ella si le hubieran
preguntado. Un burócrata, técnico público sin más aspiración. Gris, en un mundo
de grises. Apagado, como ella misma estaría ante los ojos de él. Parecía más
joven que ella, pero no sabría situarle con exactitud en el final de la
treintena o el inicio de los cuarenta. Vestía con la sobriedad que requería la
situación, acorde a los modos anteriores al aislamiento, lo que incluía una
discreta corbata color ceniza, a juego con el resto del traje. Pensó la
inspectora que, en cierto modo, venía a representar el regreso de los antiguos
usos. Aquel hombre tan corriente representaba, como ella misma, la posibilidad
de un nuevo punto de partida. Y éste estaba resultando tan anodino y con tan
poca fanfarria como se podía esperar.
Hicieron a
medias el camino común hasta el encuentro, mostraron sus respectivas
acreditaciones y se estrecharon la mano, procurando abreviar el contacto.
- Lamento el
retraso – se excusó ella -. Creo que todo me vino un poco grande.
- No se
preocupe. Me ocurrió lo mismo. Pero no me pude quedar quieto.
- Sí. Creí que
me perdería hasta llegar aquí.
- ¿Demasiada
abstracción?
- No se la
imagina – luego Lidia tuvo la incómoda sensación de que él estaba siendo
condescendiente -. Pero no se preocupe. Estoy centrada. Tenemos trabajo.
- Así es,
Verónica.
Frunció el ceño,
pero el desconcierto le nubló durante un segundo el por qué. Recordó la placa
sin creerlo necesario.
- Lidia. Me
llamo Lidia.
- Sí. Lo sé. Estaba
probando.
- Agradecería
que no lo hiciera, en adelante. He pasado todo este año preparándome, como
usted. No tengo necesidad de que me examine ahora.
- Discúlpeme,
entonces. Solo quería asegurarme. La jornada será larga, y tediosa. Veremos
muchas cosas y hablaremos con mucha gente. Es importante saber dónde estamos.
- Podría decir
lo mismo. ¿Lo sabe usted?
- Perfectamente.
- Entonces este
año ha servido de algo.
Silencio,
después, uno mucho más incómodo que el frío pinchando las mejillas. Lidia se
volvía a reconocer cada vez más asocial, yendo más lejos de la simple
intuición. Imaginó que sería imposible trabajar sola, que no se lo permitirían.
Imaginó, aunque fugazmente, que no se estaría mal dentro del apartamento, de
nuevo.
- No nos
demoremos – añadió, para espantar estas ideas.
Víctor estuvo de
acuerdo, asintiendo con la cabeza. Su mirada ya se había desviado a un edificio
cercano, un bloque de confinamiento, otro de tantos mausoleos macilentos. Los
dos inspectores caminaron hacia su entrada a la par, manteniendo la distancia y
el silencio. Como todo el resto de la construcción, la entrada carecía de
cualquier encanto, adorno y floritura; una funcionalidad extrema, lineal y
angulosa dejaba claro que el propósito inicial había sido el de servir para
entrar y salir una única vez.
Ambos se
detuvieron para examinar el número del bloque, cuya placa identificativa era
igual de llana que todo lo demás. No obstante, alguien se había molestado,
quién podría saber quién, quién podría saber cuándo, en decorarla y glosarla;
una nota al pie con un escueto mensaje, que los inspectores observaron en el
mismo silencio absoluto que al parecer ya habían pactado. Pintura, pensaron.
Trazo feo, rápido. El artista, sin duda, quiso ser deliberadamente llamativo.
“Yo sí sé cómo
me llamo. Yo sí sé quién soy”.
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