Diríase que llaman con escasa sutileza, pero en
realidad golpean la puerta como verdaderos condenados, que es lo que son. La
madera está a punto de desencajarse. Se ha negado durante siglos, pero el
hambre alimenta. Esto no pasaba cuando los supermercados aún estaban llenos.
Se acaba el tiempo. Salta algún tornillo, suena un
crujido seco. Me giro, con el rostro macilento, cansado y consumido, y le tomo
por los hombros. Es el momento, ahora o nunca. Tengo que decirlo.
Te amo, Marco.
Él sonríe, abre los labios para corresponder, pero todo
lo que le sale es un grito, seguido de un chillido. Acaban de morderle los
gemelos, que hasta a mí alguna vez me resultaron apetecibles.
Ignoro los dedos de los pies que estoy perdiendo, y
simplemente le beso, porque siempre me ha aterrado perder la lengua.
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