La megafonía del furgón, en realidad la de todos los
furgones, anunció que aquella era nuestra última oportunidad. Que hiciéramos
sonar los matasuegras, que lanzáramos las serpentinas al aire y que
pareciéramos felices hasta que se saltaran las costuras de las comisuras de los
labios, o de lo contrario tirarían a dar. A
contrario sensu, lo de antes sólo había sido una advertencia.
Y la verdad es que intentamos parecer felices, lo
intentamos de verdad y con ganas, espoleados por la amable petición, pero aquel
clac, clac tan multitudinario, tan
metálico y tan coordinado, al unísono, nos heló la maldita sangre.
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