Cuando atravesó la Avenida Diagonal con su coche a
ciento cuarenta kilómetros por hora, con total desprecio por la señalización de
toda clase y especialmente por la vida ajena, un grito ronco y enrabietado no
dejó de repetirse desde el interior del vehículo, y no sin su justo mérito se
elevó por encima del estridente sonido de la carnicería que desataba bajo sus
ruedas.
“¡ODIO EL COLOR ROJO!”, bramaba, ojos llameantes
asomando por la ventana.
Quedó claro. Lo difundió por doquier, pero lo odiaba
de veras.
Por eso, más tarde aunque con las calles aún teñidas,
cuando un juez le preguntó – quizá con curiosidad más jurídica que sincera - por
qué lo hizo, el vulgo no pudo sino reír.
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