El tronista estaba fisiológicamente impedido para el
criterio propio: a un nivel estrictamente audiovisual consumía lo que le daban,
si los que lo daban eran los agentes adecuados. Los más inteligentes y carentes
de escrúpulos productores musicales y televisivos fueron los primeros en
percatarse de ello. Se descubrió por tanto que lo importante era el canal, y no
el contenido. Esto, como no podía ser de otra manera, dio lugar a una pequeña
esperanza por parte de una minoría cada vez más asfixiada. Se especuló que, así
las cosas, tal vez fuera posible insertar ciertos valores intelectuales en la
nueva generación tronista, que los asimilaría con la misma facilidad que la
telebasura o la música barata. Una vez más, los sagaces y sibilinos productores
accedieron al experimento, sabiendo el resultado de antemano; conocían de buena
tinta que el tronista también estaba fisiológicamente impedido para la cultura.
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