Hay un hombre de este edificio que se arroja cada
noche al vacío. Grita, ahogado, “¡No…!”.
Alarga mucho la vocal. Se le oye en varias manzanas a la redonda.
Santo
Dios, qué cosa tan horrible. ¿Y ustedes que hacen?
Lo único que puede hacerse en estos casos: le esperamos
puntualmente cada noche. Le recogemos al vuelo y le decimos que mañana será otro día.
Pero,
¡Cristo bendito…!
¿Sabe usted? Mis hijos ya no se duermen si no le
oyen.
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