A pesar del incontestable descalabro electoral, que
dejó en la sede del partido una resaca demócrata mucho peor que amarga (aún cuando
el licor de la derrota se había rebajado considerablemente con lágrimas,
cortesía de aquel barman llamado
escrutinio), el candidato se mostró claramente a la contra, por estar
claramente encantado. De nada sirvieron las condolencias y los otra vez será, será, que le resbalaron,
ni las palmadas al hombro, ni los otros sutiles intentos de abrirle los ojos a
un evidente fracaso. El candidato, el cabeza de lista, el rostro, no podía ni quería reconocer otra cosa que la victoria. Su
victoria.
A fin de cuentas, tenía su voto. Y eso era todo lo que necesitaba.
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