Caía tanto la
temperatura, y tanto para abajo, que nuestros sucesores en la cadena de la
especie habrían podido hablar de nosotros como las torpes víctimas de la última
glaciación, pero Filkenstein resistía– porque no se podía llamar a aquello de
otro modo – desnudo y encogido, pero en pie, en mitad de la calzada, ofreciendo
una estúpida y enternecedora estampa, abrazando cándidamente el punto de
congelación y convirtiendo su dentadura en un nuevo y pegadizo instrumento
musical. Desde la puerta de nuestra acogedora tasca le insistí en que volviera
adentro y, bendito fuera, se vistiera de una vez, que iba a morir de frío allí
mismo, pero él negó con su tintineante cabeza, en la que los témpanos iban a
sustituir al poco cabello que le quedaba.
“¡Confío ciegamente
en que están todos equivocados!”.
No sé que dicha tiene usted con las palabras, que me han refrescado este día caluroso. Se lo agradezco.
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