Un par de maldiciones entre
dientes y su adecuada respuesta en alemán precedieron a dos fogonazos
susurrados. El inglés se llevó una mano al pecho cada vez más enrojecido y al
poco, lo que duró una turbia mirada de desconcierto e impotencia, se desplomó
sobre el duro pavimento de Berlín. Le siguió el cigarrillo encendido a medio
consumir, que fue rodando hasta sus zapatos por delante de la sangre.
El humo escapaba lentamente por
la boca del silenciador de la pistola de Otto Müntzer, y al bajarla dibujó un pequeño
surco que apenas perduró algún tiempo en el aire frío de la noche. El inglés no
había vuelto a moverse desde el último espasmo, pero Müntzer estaba avisado de
antemano por la prudencia y el oficio, y tardó en acercarse. Cuando finalmente
lo hizo crujió la escarcha del invierno bajo sus pies. La pistola aún apuntaba
a la garganta del inglés cuando se agachó, pero no cabía duda de que la vida se
le había escapado a borbotones por el pecho perforado. Müntzer se inclinó y
trató de adivinar algún atisbo de respiración que justificara un último y
piadoso disparo, pero el calor de la última respiración se había escapado hacía
ya mucho. Solo llegaba frío de esa garganta, mucho frío; aire lento, pesado y
gélido.
Desde luego, pensó Müntzer al sentirlo en su mejilla, qué
tipo tan poco sentimental.
Apenas humo es lo que somos...
ResponderEliminarFrío, nada más.
ResponderEliminarSaludos
J.