viernes, 24 de abril de 2020

Totum Revolutum (6)


A la pregunta de si recordaba dónde había pasado sus últimas vacaciones, respondió con escaso titubeo que en Roma. Nunca había estado en las Seychelles, pero fue capaz de dar detalles bastante precisos de su estancia en la capital italiana. Reiteró que de las Seychelles ni tan siquiera conocía la ubicación exacta, y que el nombre le resultaba apenas familiar por la boda de algún futbolista. De Roma, en cambio… La verdad es que quería volver a Roma, confesó, y en ese momento algo que debió ser melancolía le tiró de la mirada hacia arriba, provocándole también un breve suspiro.

Lidia, que había estado hurgando en las memorias – reales o prestadas - de aquella persona, hizo una anotación silenciosa. Fútbol. Había una coincidencia con la conciencia originaria. No era nada concluyente, pero era un buen primer indicio. Aún así, la inspectora no quiso permitirse ningún mínimo gesto de aprobación. El procedimiento tenía que ser aséptico. Cualquier indicio podría contaminar las respuestas del ciudadano y, por tanto, el resultado final.

Tras ella, Víctor aguardaba, de pie y con los brazos cruzados con cierta ligereza. Parecían la estampa perfecta del poli bueno, poli malo, la juez y el verdugo, ama y perro guardián. Él parecía haber asumido bien ese rol desde el principio, casi sin planificarlo. Había tomado una posición desde la que podía escudriñar casi cualquier parte del habitáculo. Una mirada penetrante recorrió desde el principio todos los rincones y se percató de todos los detalles, convirtiéndose en un silencioso centinela, respetando las atribuciones de cada uno.

En verdad, pensó Lidia, no quedaba duda alguna. Víctor había sido policía, pero un policía que no había sido necesario en un mundo vaciado. No aporreador, sino sabueso. Esto último la tranquilizó.

Volviendo a sus quehaceres, la inspectora llamó al inspeccionado por un nombre, pero no su nombre. Un descuido tan garrafal como burdo. El truco elemental y básico, un agente provocador del proceso de inspección, y el tercer error deliberado de este tipo que cometía en los diez minutos que  habían transcurrido de entrevista hasta el momento. El confinado, frunciendo levemente el ceño, la volvió a corregir con indisimulado fastidio. Lidia anotó irritación ante el error, se disculpó educada y brevemente (una educación blanca, lineal, muy oficial), y afirmó que, en efecto, el nombre era otro, que por algún motivo había pasado a otro expediente. Lo atribuyó a la cantidad de entrevistas que se estaban realizando. Fallo humano, cabeza limitada. Nadie era infalible, ni siquiera su gobierno, etcétera.

Y el administrado no se enteraba de nada, pero su convencimiento en su auténtica identidad parecía reforzarse.

Lidia continuó con algunas preguntas aparentemente banales, algunas demasiado vacías como para parecer realizadas por una agente gubernamental. Parecía el trazado de una suerte de mapa vital, recordando los mejores momentos de la vida de aquel hombre, e intentando aislar los de la vida de algún otro. Lidia recorría todo este trazado de un modo meticuloso y detallista. Probablemente otro compañero no habría puesto tanto empeño en aquella persona en particular; el escueto expediente hablaba de una “contaminación menor”, un caso leve que, no obstante, se había visto enclaustrado como todos los demás, porque el confinamiento no había sido precisamente selectivo, y el interés general excusó medidas igualmente generales. La inspectora, sin embargo, no se quiso dejar llevar por ningún presupuesto previo. Tenía que aislar todas las posibles problemáticas, encontrarlas e identificarlas o, en caso contrario, constatar de un modo claro e inequívoco su inexistencia.

Si esa persona volvía a salir de su encierro, sería por su firma y autorización. Y, si eso era así, tenía que estar completamente segura de que, durante el resto de sus días, seguiría siendo quien nació para ser, sin más mezcla en su memoria, sin más identidad incrustada. Su propia persona, nadie más.

Mientras continuaba la charla, tan aséptica y gris como el mismo edificio que les contenía, tan especialmente aburrida, Víctor comenzó a caminar por la sala, de un modo casual, podría decirse incluso que distraído, con la mirada ágil. Encontró que todo estaba razonablemente ordenado, y limpio. El escueto mobiliario individual se había colocado en el reducido espacio personal del que disponía como si su propietario esperara una inspección de otra clase que no fuera estrictamente psicológica. Hizo bien, en realidad, porque incluso ahí se podían encontrar detalles relevantes sobre quién se era y quién no.

Si le hubieran preguntado qué buscaba exactamente, Víctor habría tenido que responder con toda honestidad que no podía estar realmente seguro, y que estaba abierto a ser sorprendido. Se le había instruido sobre los riesgos de una mente confinada, pero la variedad de sus manifestaciones ya se le había advertido que podía ser especialmente extensa. Un tenedor oculto bajo la manga, un cuchillo de cocina bajo un cojín, esperando el momento de clavarse en la arteria de un entregado agente gubernamental… 

Estas cosas podían ocurrir, entraban dentro de lo probable. Se preguntó si Lidia sería tan consciente de ello como él; si lo era, entonces había mantenido la calma y el temple de un modo muy encomiable, aunque imaginó que eso era parte de su preparación, y también de su experiencia. Aquel ciudadano, afortunadamente, parecía estar enfrentando su situación, ese interrogatorio tan insustancial y tan tenso al mismo tiempo, con una razonable buena disposición. Víctor detectó en él una impaciencia comprensible, aunque contenida, en breves gestos aislados. No parecía a punto de estallar ninguna hostilidad en él, aunque la situación, como a todos, claramente le desagradaba, y los segundos se le eternizaban en aquel trámite. Quizá los tratamientos durante el aislamiento habían sido útiles, después de todo, y realmente habían allanado el camino para la labor que tenían que hacer. 

Víctor tuvo sus reservas respecto a ellos, no podía negarlo, como cualquier persona razonable hacia un desempeño oficial. Los había visto, los había seguido, y claramente desconfió de su efectividad. Convencer a una población socialmente mutilada de que era necesario mantener una actitud paciente con los inspectores gubernamentales le pareció, en el mejor de los casos, tan optimista como ingenio, y sabía que no era el único que lo pensaba; al fin y al cabo, para eso estaba él allí. Había esperado un escenario mucho peor, mucho más hostil y en el que la fuerza y la intimidación fueran la tónica principal, el nuevo lenguaje que anticipara el fin de la cuarentena; pero enseguida se desdijo, rebajó su optimismo, y se obligó a pensar que ese escenario aún podía darse, que apenas estaban empezando, que la jornada sería larga; esa y todas las demás.

Pensó de nuevo en su compañera, y si ella pensaría igual que él, lo mismo que él, y cómo pensaba enfrentarlo.

Por su parte, Lidia pidió a su interlocutor que le hablara un poco de él, de un modo distendido, incluso sin orden. Que hablara de lo que quisiera sobre su persona, dónde había nacido, quiénes fueron sus padres, qué estudios hizo… La inspectora adoptó una postura mucho más relajada, incluso inclinándose ligeramente hacia atrás en su silla, con las manos sobre el regazo y los dedos entrelazados: una clara invitación a la escucha silenciosa.

Aquel hombre empezó a hablar con una cierta indecisión inicial; nada grave, nada de importancia, pensó la inspectora. Recordó muchas de sus consultas, en otro tiempo tan distinto, con una dinámica inicial igual de pétrea. Había que tirar del hilo, hasta que el hilo finalmente optaba por ser vomitado y expulsado sin contemplaciones. Ella entonces estaría allí para recogerlo, y ponerlo a buen recaudo.

Muy profesional, pensó.

- Bueno… - dijo el hombre, aún titubeando -. Tengo treinta y seis años. Sí, nací hace treinta y seis años…

Calló, mirando con expectación a Lidia, buscando su aprobación en un dato tan aparentemente banal, pero tan determinante. Ella asintió con la cabeza, manteniendo su actitud fría y marcial.

- Fui al colegio en… Bueno, la verdad es que no lo recuerdo muy bien. Es falta de memoria, de verdad – se apresuró a aclarar -. No me estoy confundiendo con nadie más, no se me está mezclando nada, se lo juro, doctora.

- Le creo – dijo Lidia -. Continúe.

- En fin, sí sé que era público. No era mala estudiante. Creo recordar que no lo era.

Lidia tuvo un pequeño tic en la ceja.

- Disculpe, me he distraído. ¿Puede repetir?

- Sí, ¿qué no entendió?

- Usted fue a un colegio público, y entonces...

- Sí, dije que no fui mala estudiante. No tuve…

El silencio cayó seco por parte de los tres, como si tuviera su propio peso y de repente le hubieran afectado las leyes de la física. El hombre frente a Lidia apretó los labios, primero, y arrugó poco a poco el gesto después. Su mirada se deslizó hacia el suelo blanco de la sala, como un niño al que han descubierto haciendo una trastada. Pero su rostro también revelaba cierto esfuerzo, que Lidia identificó casi al momento. Una pugna delatora.

Víctor también lo percibió, reparó en los dedos aferrándose con fuerza a las rodillas, la piel del cuello tensa y la garganta tragando saliva. Dejó completamente de lado el sutil registro que había estado llevando a cabo y se giró lentamente hacia el entrevistado.

- Discúlpeme – dijo el hombre en voz baja, casi avergonzada.

- No se preocupe – respondió Lidia -. Podemos tomarnos todo el tiempo que necesite.

- Ha sido un…

- No piense en ello.

- Me duele un poco la cabeza, creo que…

- ¿Quiere agua? ¿Un analgésico?

- No… Está bien.

La inspectora detectó unas sinceras y profundas marcas de decepción en su voz. En parte, también era la de ella. Había sido breve, pero había sido. El margen entre el lapsus y la contaminación era, desgraciadamente, muy estrecho. Pero aquel hombre, si en su fuero interno seguía considerándose tal y él mismo, no entendía de estimaciones, márgenes de error, baremos o estándares. Saltaba a la vista que se sentía aplastado por las circunstancias, que había rozado la excelencia con las puntas de los dedos pero que la realidad le había cogido por los tobillos. Sólo alzó de nuevo la mirada, y la fijó en los ojos de Lidia.

Ella tuvo otro tic, pero se forzó a no apartarse y sostenerla. Quiso creer que fue por humanidad.

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