Se dejaban caer el verano del año
cuarenta y cuatro en Italia, y una buena cantidad de proyectiles explosivos. El
soldado Frank Mathewson, que había estado fumando medio agachado bajo el frágil
cobijo de un muro a punto de ceder y la terca insistencia de la artillería
alemana, empezó su cuarto cigarrillo
cuando al fin los boches se cansaron
de tirar casi a ciegas. Ya se había
disipado todo el humo y había caído toda la tierra en suspensión, cuando el
mayor Sutherland atravesó las zanjas, cráteres y trincheras con largas zancadas,
rodeándose de un repentino jardín de cascos y fusiles que comenzaron a brotar,
y se plantó frente a Frank, al que unos cuantos ladrillos y algunos trozos de
metralla no le habían abierto la cabeza por una simple cuestión de centímetros.
“Oiga, Mathewson”, le dijo, “yo
admiro a los hombres valientes y a los patriotas. Me gusta tenerlos a ambos a
mi lado, y que sirvan bajo mi mando. Pero, ¿valora usted poco la vida? ¿Sabe
dosificar la suerte, maldita sea? Hace una semana saltó sobre aquel nido de
ametralladora, sin que le alcanzaran ni una vez. ¡Atravesó corriendo cincuenta
malditos metros delante de la boca de esa MG 42! Poco antes se plantó usted
solo delante de aquel Tiger, y todos sabemos que le habría volado las pelotas
si el cañón defectuoso no hubiera reventado. ¿Acostumbra a ver muchos cañones
alemanes defectuosos? Usted siempre es el más expuesto, siempre corre en
primera línea, ¡casi nunca lleva su casco! Pero nunca le han alcanzado. Se
pasea a la sombra de la aviación enemiga y se permite el lujo de fumar debajo
de su artillería. ¿Es que está loco, Mathewson, o es que estira demasiado su
fortuna? ¿Cree que le alcanzará para llegar usted solo a Berlín?”.
Mathewson, cubierto de tierra y
sin tener a mano su casco para cubrirse adecuadamente (como era habitual), se
incorporó lentamente y se cuadró delante de su superior. El cigarrillo, que
medio roto le colgaba de los labios, se le había vuelto a apagar.
“Mayor Sutherland, señor. Estoy
muy tranquilo con eso, señor. Ya estoy pagando esa buena fortuna de la que
habla, señor. Por cuotas”. Luego intentó enderezar el cigarrillo, porque era un
hombre con un vicio muy marcado. Irresistible, solía decir. Pidió fuego y los
alemanes parecieron escucharle, porque volvieron a tirar.
Cuando acabó la guerra supimos
que el cáncer de pulmón le mató más o menos un año después de que se rindieran
los alemanes. Tuvo la buena suerte, al menos, de poder pagarse el funeral y a una
viuda llorosa para el caso con los réditos de la lotería.
"¿Acostumbra a ver muchos cañones alemanes defectuosos?" lo mejor esta frase.
ResponderEliminarPagar la fortuna en cuotas, esa sí es una buena idea.
ResponderEliminarJ.